Manuel Calviño
Facultad de Psicología, Universidad de La Habana
RESUMEN
La memoria emocional es el alma de la reconstrucción cultural de una institución. La capacidad para superar y dejar atrás errores, intolerancia, desatinos, es la razón que se impone ante el reto de la resurrección. Juntar voluntades y manos, esfuerzos y recursos, construir un camino con todos y para el bien de todos. Eso es lo que necesita mi Escuela, no la de mis recuerdos, sino la de mis ansias. Por eso aquí relato con el corazón, con la fe y la esperanza de que será posible que una vocación humanista siga poblando el viejo edificio de la Salle del Vedado.
Palabras clave: Escuela, de la Salle, educación, espiritualidad
ABSTRACT
Emotional memory is the soul of the cultural reconstruction of an institution. The ability to overcome and leave behind errors, intolerance, blunders, is the reason that prevails in the face of the challenge of resurrection. Join wills and hands, efforts and resources, build a path with everyone and for the good of all. That is what my School needs, not that of my memories, but that of my desires. That is why I tell here from the heart, with the faith and hope that it will be possible for a humanist vocation to continue populating the old building of the La Salle del Vedado.
Keywords: School, de la Salle, education, spirituality
–I–
Cien años cumpliría mi Escuela el próximo 2025. Lo digo absorto en ese peculiar sentimiento, creo que muy de cubano, de asociar la geografía de la vida infantil a lo muy personal, “lo mío”, lo auténticamente reconocido como propio. La casa en la que nacimos y vivimos con nuestros padres, es “mi Casa”; el barrio en el que desplegamos nuestras vitalidades primarias, es “mi Barrio”. Así, la Escuela en la que descubrimos las letras, los números, y quien sabe cuántas cosas más, es “mi Escuela”.
Aunque la presencia La Sallista en Cuba, se dice que data de 1905 (fue este el año en que llegaron los hermanos lasallistas a Cuba), mi Escuela, afirman los entendidos, fue fundada en 1925. Pero cierro los ojos y me veo leyendo el número inscrito en la parte superior de la puerta principal: “1910”. Hasta puedo escuchar a mi compañero de aula, Roberto Pérez, diciéndome: “Que vieja es la Escuela”. Y esto fue en 1957. Cuando apenas ella tenía 47 años.
Yo estaba en el primer grado C. Había pasado el “kindergarten” en una vieja casa de la calle Príncipe. La misma calle que luego me recibiría al ser cerrada mi Escuela. Mi padre le había dicho a mi madre: “tendrá la mejor educación que podamos darle”. Y así, un buen día, me llevó a la majestuosa edificación que ocupaba la manzana comprendida entre las calles 13 y 11, acompañando en paralelo al mar; y las calles B y C que se extendían hasta tocarlo.
La barriada del Vedado se privilegiaba con aquella edificación que se levantaba sólida y resplandeciente. Orgullo de un poderío económico de clase media ascendente, pero sobre todo de un poderío educativo, intelectual, formativo. Los Hermanos “De La Salle” habían consagrado, inequívocamente, su vida a la Educación. Con una profunda convicción católica, y avanzadas ideas acerca del modo de “preparar hombres para la vida”, ejercitaban su vocación para el magisterio de manera excepcional, con compromiso cívico, cultivando el alma cubana. Cuba siempre estaba en sus prédicas. Cuba estaba en sus cantos. Cuba estaba en sus sueños y sus ideales de una patria “con todos y para el bien de todos”.
Tardé muchos años en descubrir dimensiones de su pensar que escapaban a mi mente infantil, aunque no dudo que fueron sedimentando mi carácter. Revisando los viejos materiales de la infancia, aquél “libro” que llamábamos “La Memoria”, comprendí mucho más ampliamente el bregar calmo, pero contundente, de los hermanos lasallistas afiliados al humanismo real, ese que, siguiendo la ruta de Dios, y no puede ser ciego ni mudo ante la injusticia. “Dios. Patria. Hogar”, inscripción legítima de los apostolados, interconectaba las cimientes de su modelo formativo.
Que no quede solo en mi apreciación. En el Discurso de despedida de la graduación de 1958, oratoria revisada y consentida, como en las mejores tradiciones de la Educación responsable, el aventajado Guillermo Boza, decía: “… no nos olvidemos nunca del pueblo que llora y sufre mucho. Seguiremos entonces a la Patria como el trozo de humanidad en el que nacimos, y nos daremos cuenta de que solamente lograremos su libertad cuando hayamos vencido la ignorancia y el analfabetismo, y subyugado la inmoralidad y la deshonra. Y nos lanzaremos, jinetes de nuestros ideales, a reparar injusticias sociales enormes, a enseñar deberes olvidados, a cicatrizar heridas profundas de Patria enferma, a hacer olvidar rencores con justicia, y ofensas con caridad. Si lo logramos, habremos logrado la felicidad de la Patria… Y una estrella blanca… igual a esa estrella que brilla allí, triste y abatida sobre la sangre de mi Cuba doliente, nos repetirá suavemente las palabras de Amiel: “No te desanimes nunca, siempre adelante, tu deber es obrar”. Subrayo, esto fue en junio de 1958.
–II–
Los años siguientes fueron de enorme complejidad. Desde los inicios de 1959 la Revolución entra en el edificio de mi Escuela de las manos de los propios hermanos lasallistas. No hay como dudarlo. En la “Memoria” de 1959, un escrito titulado “República Nueva”, dice: “La generación que ha hecho en Cuba la revolución más heroica y limpia, ha brotado al conjuro de una fe intensísima en los ideales martianos… En esta nueva alborada cubana nos invade y nos convoca una gran esperanza en el mejoramiento espiritual del pueblo y de los grupos dirigentes…servir a la comunidad cubana es hoy un deber imprescindible…Todo por una patria libre y feliz, porque ha de ser más cristiana”.
Más adelante se incluye en la “Memoria” un fragmento de un texto publicado en la revista Bohemia, en el que se afirma: “Mucho ha hecho Fidel Castro, y mucho le queda por hacer. Es lícito conceder al líder máximo de la Revolución un crédito proporcional a las grandes realizaciones que debe acometer y que sin duda acometerá” Y más adelante se señala: “N. de la R. –Fidel Castro fue alumno del Colegio de La Salle de Santiago de Cuba, de 1934 a 1938; Allí hizo su primera Comunión”.
Se apoyan las primeras medidas populares del nuevo gobierno. La Reforma Agraria fue uno de los acontecimientos saludados con hechos. Aún recuerdo los “tractores donados a la patria”.
En mi casa me decían: “Pronto todos los niños podrán ir a una Escuela como la tuya”. No habría que limitarse a la caridad de los lasallistas que, con la renta de las Escuelas grandes, mantenían tres “Escuelas parroquiales” totalmente gratuitas. Otras, como la ciertamente fundada en 1905, antes que “la mia”, en la calle Línea, 460, entre D y E, becaban a gran cantidad de alumnos que no tenían como pagar. Viví de cerca como el edificio mayor, de la Escuela del Vedado, y el menor, el parroquial, se entrelazaban en actividades conjuntas. Favorecidos y desfavorecidos del sistema jugaban en el mismo equipo, cantaban en el mismo coro, navegaban en las mismas ansias.
No idealizo. Simplemente observo, reconozco y me enorgullece saber que más allá de la prédica, había acciones concretas. De alcance limitado, sí. Pero sustentadas en un profundo amor y solidaridad, en convicciones para compartir con orgullo.
Pero poco a poco, en el exterior del edificio, más allá de la hermosa reja perimetral que marcaba un adentro y un afuera, los estandartes de La Salle se descolocaban de sus espacios tradicionales. La Patria llamaba a rebato. Las familias se precipitaban en saltos muchas veces irracionales. Dios se desdibujaba de sus sacrosantos anaqueles. Cada día un nuevo pupitre se quedaba vacío. Algo estaba sucediendo más allá del perímetro de la Escuela. Pero el magnífico edificio, como un inmenso útero materno, nos contenía, nos protegía. En su interior se seguía proporcionando un mundo organizado y racional, en un contexto de cambios convulsos. Era el prolegómeno de otra modificación sustancial en la sociedad cubana. Ahora impactando sobre la religiosidad, sobre las instituciones religiosas.
Algunos desvaríos comenzaban a percibirse. Confrontaciones desde la duda empezaron a aparecer en el escenario público. La Revolución “verde por fuera y roja por dentro” hacía emerger prejuicios no sin fundamentos de la iglesia católica. “Un fantasma recorría el país – parafraseando a Marx– Era el fantasma del Comunismo”.
En el edificio de mi Escuela la armonía fue desapareciendo. Chubascos de volantes lanzados desde lo alto de las construcciones que daban resguardo al patio interior, predisponían a los que leían las octavillas. “No te dejes confundir por el comunismo”, “Las tentaciones del diablo son rojas”. No descarto que algunas hayan tenido contenidos abiertamente contrarrevolucionarios. También seguía adelante, entre algunos estudiantes, el proceso de asimilación política de la nueva situación del país. Recuerdo haber visto uniformes distintos a los que usábamos los estudiantes. Tampoco eran sotanas. Al interior de mi Escuela se vivía lo que en todo el país se vivía: apoyos incondicionales y rechazos radicales, contradicciones, definición de posturas en busca de la transacción, del respeto a los intereses. Nadie sabía lo que era una revolución, ni cómo se hacía. Lo menos que se podía esperar era lo que estaba sucediendo.
Un buen día la solidez construida por años comenzó a desmoronarse definitivamente. La guagua “12”, comandada por el chofer Angelito, que se internaba por mi natal Cayo Hueso a recoger a varios alumnos, parecía apagada. En su interior comenzaron a desaparecer los chistes, las maldades comunes. Estábamos como enmudecidos. El Edificio se veía sombrío. No era el silencio de la disciplina el que predominaba. Creo que era el silencio de la incertidumbre. El año había recién comenzado. Pero aquellas navidades habían marcado de una manera distinta a mi Escuela. Al cierre del sesenta, el Decano de Bachillerato había alertado: “El porvenir, jóvenes, tiene muchas incógnitas; los horizontes se oscurecen con nubes negras…” ¿era acaso un presagio, una premonición?
Tengo un gran vacío documentario sobre lo que sucedió. Mi vocación no es de historiador. Solo soy un narrador de sentimientos. Mis vivencias las llevo al papel. De modo que lo que conservo es que en abril de 1961 fue mi última salida del Edificio de mi Escuela. Fue por la puerta trasera. Nos llevaron apresuradamente al sótano a tomar los ómnibus. Una vez adentro nos instaron a agacharnos en nuestros asientos, a no exponernos en las ventanillas que deberíamos tener cerradas. Se sentía el nerviosismo de los hermanos, ecuánimes en apariencia, pero muy preocupados. Cuando salimos a la calle 11, atemorizados por la inusual emergencia y el desconocimiento de lo que pasaba, alcanzamos a oír gritos que venían de la calle: “Pin Pon fuera. Abajo la gusanera”, “Que se vayan los bitongos”, “Curas asesinos”, “Nacionalización”. Una rápida mirada desobediente me tropezó con carteles enarbolados por un grupo numeroso de personas que, parapetados en la calle, obstaculizaban el paso de las “guaguas”, e inundaban el silencio de la tarde con la misma expresión: “Curas asesinos”. No podía, ni podré entender nunca, aquellas palabras.
–III–
Muchos años pasaron antes de que volviera a pasar por mi Escuela. Los nuevos tiempos me llevaron a lugares insospechados con nuevos compañeros de faena –campos desolados por ciclones, campamentos en intrincados lugares de la isla menor, zafras azucareras, movilizaciones militares. Un mundo desconocido en el que podía ejercer la vocación en la que me había educado. Encontré a algunos compañeros de mi Escuela. Con Nino del Castillo pasamos mucho frío al sur de La Habana, en el Campamento “Las Julias”. Allí llegamos por voluntad propia a contribuir al desarrollo del país.
Algunos de mis compañeros de Escuela corrieron otra suerte, triste, lamentable, dolorosa: exilio, desgarramiento familiar, prisión. Muchos engrosaron la diáspora. Creo que hoy, cada vez más, abandonamos las tensiones de época y reconstruimos lo que no debemos perder poniendo tierra encima de los excesos cometidos.
La Escuela quedó un largo tiempo abandonada. Habitada quizás por ecos de su historia, quizás por espectros de sotanas negras, camisas azules, pantalones de caqui beige. La erosión se imponía sobre sus fachadas. La acción destructiva sin contraposición constructiva laceraba desde todas partes las estructuras y fachadas del edificio. Mi Escuela no era una prioridad para los que definían lo que sí y lo que no. Tal vez, para muchos, ella representaba un pasado que lejos de ser historia a recuperar, se pensaba, equívocamente, como una suerte de ignominia a olvidar. “Todo al fuego” en una pésima interpretación de la sabia afirmación martiana. Ninguna Escuela católica se salvó del pie forzado. Ninguna Escuela privada.
¿En qué extraño trance cayeron los que no entendieron, los que no entendimos –porque no quiero excluirme de los que cometieron errores– que la historia que solo es ruptura se contradice a sí misma, contraviene su propio sentido?, ¿Cómo no entendimos que la historia no es el cuento que los doctos o los profanos hacen, sino los sucesos reales que dejan marcas indelebles en la vida real de las personas, de las ciudades, de las naciones?, ¿Cómo olvidamos que hasta en la bastardía están las cimientes de nuestra nación, que somos hijos de una violación cosmogónica de la que supimos recuperar, transformar y crear, pero no olvidar?. ¿Dejar de ser católicos suponía que teníamos entonces que dejar de ser buenas personas, porque solo los revolucionarios son buenas personas? ¿Teníamos que lanzar al olvido las enseñanzas de los hermanos lasallistas, su invitación constante y ejemplar a hacer filas con la virtud, la humildad, el respeto, el conocimiento, la vocación de servicio?
Se sumaron también los equívocos del otro lado. No devalúo para nada el impacto de terribles sucesos en los que buena parte de la Iglesia católica, como institución, se negó a sí misma (¿o no?). Fue escudo de un asesino, y así, garra de las sombras luciferinas. Se alejó de la sotana verde oliva del padre Sardiñas, para ser bordaje en oro de lo peor de la burguesía en estampida. Comulgó a corruptos sin pasar ni tan siquiera por el juicio de Dios y el debido arrepentimiento. Se dejó arrastrar por la defensa de la inmovilidad, cuando el reto era cambiar. La ortodoxia eclesiástica no fue capaz de trascenderse a sí misma. Su epistemología de la resistencia, no la dejó pensar en la oportunidad de crecer. Se armó de la negativa. Se parapetó en sus templos cerrados. Se enquistó.
Todo esto herrumbraba lo edificado. El inmueble de mi Escuela se me antojaba como una visión doriangreysiana. Como si todo lo malo se depositara en sus paredes, que se descascaraban dejando al desnudo un inmenso vacío. La nada.
Cuando volví a transitar por la acera que circunvala el edificio sentí un dolor en el mismo centro del pecho. No tenía que ser así. Se pudo haber evitado. No tiene que ver con el Socialismo, sino con el modo en que algunos, desde posiciones de poder, interpretaron el Socialismo. No tenía que ver con el ser católico, sino con el modo en que algunos pensaron que se tenía que ser católico.
Así cómo “la diferencia entre el desierto y un jardín, no está en el agua, sino en el hombre”, la diferencia entre el edificio de mi Escuela, aquél que glamoroso ilustraba la producción cultural de una época con aciertos y desaciertos, y el destruido inmueble que a duras penas se mantenía allí en pie, no estaba en el tiempo, sino en el hombre. No fue el tiempo quien convirtió en semi ruina lo que parecía ser una irreductible edificación. Fue el hombre.
–IV–
Las paredes del Edificio ya gemían cuando una sabia decisión reconvertiría al gigante en una edificación con fines educativos. Tocaría el turno a un centro de enseñanza técnica. Se podrían aprovechar condiciones propias del inmueble. El sótano trasero se transformaría en taller de mecánica. El patio lateral, con vista a la calle C, sería techado para tener más espacio protegido de la inclemencia de las lluvias tropicales. Le llegó también el turno a la Capilla. Allí donde buena parte de los lasallistas habaneros hicimos nuestra Primera Comunión, y algunos hasta la Confirmación, los nuevos estudiantes harían su primera disección de un motor. Donde otrora, junto al magnífico coro escolar, yo entonaba el “Cristus Vinci”, ahora resonarían ensordecedores choques de metales, de instrumentos de labor, contra la maciza construcción de estructuras férreas y armazones de hormigón de todo tipo. Cada época se construye a sí misma. En altares, en talleres. En cualquier lugar. En todos los lugares. Pero siempre el gran constructor: El ser humano. Con una vocación u otra. Cuando son buenas, cuando son auténticas, se interconectan. Y solo cuando son falsas, se excluyen.
Soy de los convencidos que los hermanos lasallistas hubieran sentido alegría al saber que resurgía de las cenizas el edificio que antes cobijara la realización de su vocación. Adolescentes y jóvenes sin discriminación de origen, raza, género, podrían inundar las desvalidas aulas, y más adelante devolver con la gracia de su servicio, lo que recibieran. La Escuela volvía a ser escuela. En algún momento me pasó por la cabeza convocar a los ex alumnos, de diferentes generaciones y épocas, a una labor de apoyo al resurgimiento del edificio. Tenía identificado a unos pocos, pero quizás aparecieran más. En la isla, Manuel González, Rafael Betancourt, los Lage –Jorge, Carlos, Agustín–, Nino del Castillo, Manuel Bode, Frank Tobey, Gustavo Robreño, Enrique Colina, Luis Alberto Montero. También el Arzobispo Auxiliar de La Habana, monseñor Alfredo Petit. Fuera de la isla…muchos más. Se trataría de un remiendo a la memoria. Un deber de corazón. Nada más. Mucho más.
Un domingo, quien sabe si recordando los de misa, me fui a visitar la Escuela. Tenía la esperanza de encontrar a alguien a quien comentarle mi idea, tal vez intempestiva. Quería acercarme al aula de primer grado en la que el hermano Tomás nos llenaba el alma de ganas de aprender. Y lo hice. Cargado de sueños y temores volví a entrar al edificio.
La batalla entre la memoria emocional y la razón fue desgarradora. La primera buscaba sus referencias mnémicas en las que todo aparecía como detenido en el tiempo. La segunda, precisamente esgrimía al tiempo para entender lo que la mirada le imponía. El edificio había sido maquillado. Más en sus fachadas externas. Mucho menos en sus espacios internos. Pintura de bajo costo intentaba cubrir el abandono. Retazos de madera de baja calidad parcheaban la falta de persianas y fragmentos de puerta por doquier. Las impresiones primeras me convocaban a la molestia. Pero el corazón emergió para hacer visible lo invisible: algo trataba de hacerse. No era la simple aritmética de “algo mejor que nada”. Era recuperar el significado sólidamente inscrito en aquel edificio. Un edificio para ser Escuela.
Las marcas de época eran inevitables. Ahora la Escuela llevaba un nuevo nombre. Pantalones y sayas entraban indistintamente a los salones de clase. Yo notaba la ausencia de la escultura central. Pero era solo una reminiscencia. Otros eran los colores de los uniformes. Como el Estado que se hace cargo de la Escuela, ésta devino un centro laico. Las ausencias de condiciones básicas eran evidentes. Pero siempre, junto a cada falta, el intento de superarla. ¿Habría posibilidades reales de que el edificio volviera a transpirar espiritualidad intelectual, ansias de saber? Y claro, también infancia, o juventud, fuerza vital de gente joven con ansias de vencer, de superar cualquier reto.
Hay un destino ineluctable en aquella construcción. Una espiritualidad que, mixturada con piedra y polvo, con ansias y desvelos, con victorias y derrotas, se había tornado resistente a todos los embates. La Escuela, mi Escuela, estaba allí. Impoluta. Erguida sobre su propia historia. Historia que es parte de muchas otras historias.
Al salir por el viejo portón corroído por su propia historia, el mismo por el que un día entramos los que alguna vez allí estudiamos, el que muestra la fecha de nacimiento de la edificación – “1910”, recordé la inscripción conmovedora que, en la Tumba al Soldado Desconocido de la fría Moscú, dice: “Aquí nada ni nadie está olvidado”. Así, mi Escuela.
–V–
He escuchado y repetido muchas veces la frase de Luz y Caballero: “Instruir puede cualquiera, educar, solo quien sea un evangelio vivo” Debo confesar que, en momentos de autoconsciencia crítica, la máxima del ilustrado me ha hecho sentir responsable de la mala educación que se ha instalado en muchos de nuestros jóvenes. Con vergüenza, dada mi condición de profesor, escucho a personas prudentes decir: “tenemos un pueblo bien instruido, pero poco educado”. Me (des)consuela ver, al amplificar mi mirada, que es una disensión extendida por muchas latitudes del mundo. ¿Será que acaso tiene más apego a la realidad aquella máxima según la cual los jóvenes se parecen más a sus tiempos que a sus padres? (y maestros, agregaría yo).
Desde cuando se viene gestando una ruptura de ciertas normas elementales de conducta ciudadana, cívica, es algo que no logro precisar. Inicialmente me preocupó, luego me dolió y ahora me molesta. Los modelos relacionales se han desvirtuado. Tanto en las dimensiones espirituales, en el ámbito de las relaciones interpersonales, cuanto en lo que se refiere al respeto y cuidado del mundo material. Desde este desastre planetario que amenaza con precipitar al mito del Armagedón, hasta la falta de cuidado para con la expresión material de cualquier tipo de creación espiritual humana: una ciudad, un libro, una escultura, un jardín, un veterano edificio, una joya de la cultura nacional. No hay consciencia del esfuerzo humano objetivado en cosas que más que material, son riqueza espiritual objetivada. No hay consciencia de la necesidad de cuidar la obra humana, porque es así que se cuida lo humano en nosotros mismos. El alma cubana corre el riesgo de aparecer amancillada por la falla educativa. También mi Escuela cae en las redes inhóspitas de tal desidia.
Ahora, digo exactamente lo que vi hace menos de diez días, las paredes han sido convertidas en murales para un execrable “marketing personal”. Pasarelas de palabras obscenas que derraman tullidas intensiones de minusvalía mental, o quién sabe si perversiones estériles que traslucen insatisfacciones de todo tipo. Aquello hace recordar las paredes de baños públicos de terminales de ómnibus en las peores variantes imaginables. ¿Es este el destino deseable de una escuela?
El paso de la intimidad a la extimidad, más allá de los límites de Facebook y similares, se tiñe de indisciplina ciudadana, de inobservancia del elemental cuidado a lo de todos, que no es propio ni es ajeno. ¿La ruptura de los moldes dogmáticos supone la destrucción de la noción de responsabilidad? ¿Será que se ha roto la línea divisoria del “quiero” y el “hago”? ¿Habrá desaparecido la franja del “¿se podrá?”, del “¿será correcto?” Parecería como si Atila, a pequeña escala, reviviera uniformado para destruir todo vestigio de civilización en mi Escuela. Y no será solo allí.
El viejo edificio nunca antes vio, sufrió, tanta mala educación. Nunca antes la vivarachería adolescente y juvenil que andaba por los pasillos del inmueble fue tan destructiva. Nunca antes el ideal de la misma Revolución estuvo tan ausente en el plantel, aunque seguramente se repiten una y otra vez sus consignas. Mientras mayor es el esfuerzo y el sacrificio de unos para enriquecer la cultura cubana, la del día a día, la del cubano amigo, honesto, cuidadoso, respetuoso hasta en la broma, más se evidencia el mal hacer de otros en la imposición de una anticultura del irrespeto, de la destrucción, de la acriticidad.
¿A quién vamos a culpar ahora del desvarío? ¿al fantasma del comunismo del que aún estamos muy lejos? ¿al bloqueo, que a fuer de injustamente presente y activo, ya es una condición más? ¿Quiénes serán ahora los “asesinos”? ¿qué élite pudiente será la que no deja entrar a la nueva educación en los predios de la otrora Salle del Vedado? El edificio de mi Escuela mantiene su silencio, pero habla. Habla, y repite: “la diferencia entre el desierto y un jardín, no está en el agua, sino en el hombre”.
Los nuevos habitantes del inmueble no han aprendido a quererlo. Nadie les ha cultivado ese amor. No saben quizás cuanto de buenos sentimientos pudieran respirar en su interior. No son ellos la generación de los que tenían algo que olvidar. Sino la generación de los que tienen mucho por recuperar y construir. Pero no hay creación sin amor. Y no hay amor sin razones para amar. ¿Cuál será la historia del amor y sus razones para los nuevos amantes potenciales? Seguramente será la que contemos aquellos que seamos capaces de dejar atrás lo que convoca a la incomprensión y construyamos la narrativa de los buenos sentimientos. La de los buenos recuerdos. ¡Y hay tanto bueno que recordar y amar!
–VI–
El viejo edificio de mi Escuela clama su reivindicación definitiva. Quiere participar para enriquecer nuevas experiencias positivas. Corazones lasallistas en muchos rincones del mundo pueden ser convocados y, no tengo duda, aceptarán. No hay nada que esperar. Hay mucho por hacer. Me gustaría que todos los que podamos hiciéramos algo por devolver a aquel edificio su condición de multiplicador del saber, crisol de toda diversidad cultural enriquecedora de la cubanía, sustento de una espiritualidad renovada.
Hago mías las palabras de Eusebio Leal pensadas para nuestra ciudad. Las extiendo para tocar a mi Escuela con el saber de quién ha tenido como divisa personal “Patria y Fe”. Digo desde mi certeza: “Para esta Escuela no habrá muerte ni olvido. Y es que en ella habita la poesía, la promesa de eternidad que le dio sentido a todas y cada una de las generaciones que fueron moldeando sus espacios”.
Amén.