Juan Carlos Volnovich
Médico psicoanalista argentino
Resumen
Algo está cambiando en este asunto de ser padres. Ahora los padres cambian pañales mientras sus mujeres cambian cheques en el banco y pagan las deudas contraídas en la larga historia del patriarcado. Hoy ser varón se paga demasiado caro. El trabajo de cuidar a los niños, la obligación de satisfacer las necesidades materiales y afectivas que los niños tienen, es tanto responsabilidad de las madres como de los padres. Si bien embarazo, parto y lactancia es exclusivamente femenino, todas las demás demandas que surgen de la crianza pueden ser compartidas por hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, solteros y casados. Ya va llegando el tiempo de bajar el precio a nuestra condición de padres. Ya es hora de que empiece la liquidación y podamos darnos el gusto de recibir cariño y de disfrutar de una identidad.
Palabras claves: hombres, paternidad, género.
Abstract
Something is changing in this issue of parenting. Now parents change diapers while their women exchanged checks in the bank and pay debts in the long history of patriarchy. Today being a man is paid too expensive. The work of caring for children, the obligation to meet the emotional and material needs that children have, it is the responsibility of both mothers and fathers. While pregnancy, childbirth and lactation is exclusively female, all other claims arising from the aging can be shared by men and women, gay and straight, single and married. It is coming time to lower the price to us as parents. It’s time to start the liquidation and can give us the pleasure of receiving love and enjoy an identity.
Keywords: mens, fatherhood, gender.
En el feminismo académico, el discurso acerca de las diferencias sexuales —diferencias que suponen particulares relaciones entre los géneros— lo invade todo. Pero existen evidencias acerca de lo mucho que se ha trabajado sobre la sexualidad y de lo poco que se le ha dedicado a la paternidad. Para el feminismo, para la teoría de las relaciones entre los géneros, el tema de la paternidad ha quedado relegado, empequeñecido al lado de la sexualidad a pesar de que es allí donde se han dado, en las últimas décadas, los cambios más vertiginosos a partir de las innovaciones en la distribución y atribución de obligaciones y derechos determinados por las diferencias sexuales. Ahora los padres cambian pañales mientras sus mujeres cambian cheques en el banco y pagan las deudas contraídas en la larga historia del patriarcado. Hoy ser varón se paga demasiado caro.
Padres que cambian pañales mientras sus mujeres cambian cheques en el banco. Hombres que dan la mamadera al tiempo que las esposas duermen porque mañana tienen que salir a trabajar temprano. Sementales que se encariñan con el líquido donado y que —lejos de “borrarse”— reclaman ante los jueces el derecho a mantener un vínculo más duradero con sus espermatozoides. Algo está cambiando en este asunto de ser padres. La irresponsabilidad que caracterizaba a los hombres acerca del lugar donde depositaban su blanco producto y sobre el destino posterior a ese hecho biológico —la inocentización y la despreocupación con respecto a los hijos— parece estar dejando lugar a modos diferentes de gerenciar y administrar los vínculos filiales.
No se trata, claro está, de simplificar cuestiones que son harto conflictivas. La defensa de la paternidad en función de que la “idea” de los hijos es tan propia de los padres como el desvalorizado “hecho material” de darles vida (y mantenerlos, después) es cosa de mujeres, es más vieja que el marqués de Sade. Pero fue sin duda el célebre Marqués quien, para reivindicar la paternidad, explícito el odio a las madres con elocuencia inigualable. Según su criterio la “idea” de un hijo —la concepción imaginaria de un hijo— es propia de los hombres. Y eso es lo que vale. Los niños nacen del padre —sólo incidentalmente del cuerpo de una mujer— y, desde que nacen del padre, son propiedad exclusiva de él. De ahí que “la criatura le debe ternura sólo a él” (Sade).
Así, el cerebro masculino —y esa chispita llamada “espermatozoide” que nada en un fluido almibarado— sería la responsable de una gestación-concepción que tendría en el útero de la mujer la base material tan necesaria —intercambiable e intranscendente— como lo es la piedra para el genio del escultor. Cuando de hijos se trata, cuando de productos “nobles” (con Nombre) se trata, es el apellido lo que cuenta. Es al padre a quien se tiene en cuenta cuando se trata de productos “nobles” y no “espurios”. (Los hijos provenientes sólo de la madre son “espurios” porque antiguamente llamaban spurium a los genitales femeninos. Otro tanto pasa con los “guachos”, anagrama de “gauchos”).
Este prejuicio está vigente desde mucho antes que los griegos se pusieran a hacer tragedias pero, en Las Euménides de Esquilo, Apolo justifica que Orestes haya matado a su madre porque, después de todo, ningún hombre tiene una madre. “La madre no es progenitora de quien es llamado su criatura, sino sólo el campo de cultivo de la semilla recién plantada que crece”. Ella es sólo una cosa extraña ante el verdadero gestor: “el que monta”. Nada muy diferente a lo que sugiere Shakespeare en su Enrique II y que, con total inocencia (inconsciencia), refuerza Freud. El triunfo de la cultura sobre la barbarie hace evidencia, según Freud, cuando la humanidad resigna, en función de la creencia en un Dios único e invisible, sus aficiones a adorar imágenes varias. En Moisés y el monoteísmo un Freud iconoclasta valoriza que “se le haya dado un lugar secundario a la percepción sensorial respecto a lo que puede llamarse la idea abstracta”. La “percepción sensorial”, claro está, es la de la madre. La “idea abstracta”, es la del padre. Así, la incorporación del monoteísmo en la Historia de la Humanidad corresponde al triunfo de la intelectualidad sobre la sensualidad. Dios, o el Padre son, más una suposición que una certeza; son, más una inferencia que una evidencia, y es por eso que la paternidad “aventaja” a la maternidad que, en su “atraso”, basa su confianza —como en el politeísmo icónico— sólo en la materialidad percibida por los sentidos. Freud refuerza, así, lo que Lacan impone como condición sine qua non para nacer. Si no hay más remedio que aceptar que nacemos de una madre, para entrar al Orden Simbólico —esto es, para nacer humanos de verdad— se torna imprescindible aceptar el Nombre del Padre y la supremacía del significante fálico.
Pero, decía, que no se trata aquí de simplificar cuestiones que son harto conflictivas ni, mucho menos, de dejar clausurada esta cuestión con un enfrentamiento —a ver quién gana— entre la maternidad y la paternidad. El trabajo de cuidar a los niños, la obligación de satisfacer las necesidades materiales y afectivas que los niños tienen, es tanto responsabilidad de las madres como de los padres. Si bien embarazo, parto y lactancia es exclusivamente femenino, todas las demás demandas que surgen de la crianza pueden ser compartidas por hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, solteros y casados. Pueden ser compartidas, pero lo cierto es que a lo largo de la Historia ha sido tarea de mujeres —responsabilidad de mujeres— esta maternidad que, recién ahora, empieza a ser trabajo parental (de ambos integrantes de la pareja).
Al fin los padres empezamos a hacernos presentes en la crianza de los niños no sólo para demostrar nuestra violencia y nuestro poder en el ámbito doméstico. Nos hacemos presentes y empezamos a pagar. Pagamos la culpa eterna de ser padres “ausentes”. Pagamos deudas contraídas a lo largo de la larga historia del patriarcado. Pagamos escuelas privadas ahora que el Estado se desresponsabiliza de la educación de nuestros hijos. Pagamos la Obra Social para garantizarle la salud y algún Seguro de Vida que los proteja por si nos pasa algo. Pagamos a psicoanalistas para que nuestros hijos les hablen mal de nosotros. Pagamos a dentistas para que los niños tengan una sonrisa ortopédica. Pagamos la responsabilidad con los hijos que tuvimos en nuestros matrimonios anteriores por no haberlos atendido como correspondía y la “imperdonable traición” al separarnos de sus madres. Pagamos nuestro derecho de piso con nuestras actuales mujeres mostrándoles lo bien que tratamos —a diferencia de sus anteriores maridos— a los hijos que tuvieron con ellos.
Aun así, pagando y pagando, estamos siempre a distancia de lo que deberíamos ser. Una brecha infranqueable separa lo que hacemos, de aquello que se espera de nosotros. “Todos somos padres judíos”.
Además, una imborrable diferencia nos separa a los padres de las madres. Allí donde ellas son “sobreprotectoras”, nosotros somos o estamos “ausentes”. Entonces el varón aparece componiendo una imagen costumbrista y patética que, para la clase media, es: el auto con el papá al volante que estaciona en doble fila, el rubiecito de cinco años que sale corriendo del pasillo del edificio con una mochila más pesada que él mismo y un papel donde la mamá escribió las recomendaciones de lo que puede o no puede comer y a qué hora tiene que tomar el antibiótico. El señor que espera en la plaza, con cara de cumplir con un deber ajeno y mirando el reloj, que su hija baje de la calesita. El gesto aburrido en la mesa del Mac Donalds donde los chicos devoran su hamburguesa mientras el señor concentra la mirada en otras mesas con la esperanza de encontrar alguna mamá que le recree la vista, cuestión de hacer más llevadero el pesado trance del fin de semana.
Pero se sabe que siempre es preferible pecar por exceso y no por defecto. El “padre ausente” es un concepto tan unitario como lo es Dios invisible. Viene de suyo, de tal forma que sería imposible separar los dos términos que lo componen. Elogio o insulto, vaya uno a saber, “padre ausente” es una acusación clásica que sólo se atenúa cuando uno deja de serlo. Es decir: cuando por milagro uno aparece, se ocupa de sus hijos y entonces “más que un padre, es una madre”. Es como único dejamos de ser “ausentes”; cuando dejamos de ser padres.
Pero no es cuestión de inocentizarnos. El patriarcado como sistema de sometimiento se basó, justo en eso: el padre es el autor y la autoridad máxima frente a los hijos. El acto contingente de poner el útero, parirlos, amamantarlos, ha sido siempre naturalizado. Esto es: desvalorizado. Todo hace pensar que está llegando el momento en que los padres nos disponemos a poner el cuerpo en el trabajo (y la satisfacción) de alimentar, proteger y educar a los niños. Todo hace pensar que estamos dispuestos a pagar y a hacernos perdonar. Pero no todo termina aquí. Tampoco es cuestión de arrastrarnos por el mundo con más culpas y deudas que país del Tercer Mundo.
Seremos “padres ausentes” pero somos —a diferencia de las mujeres— potencialmente siempre padres. La menopausia que alrededor de los 50 libera a las mujeres de la obligación de seguir procreando, a nosotros no nos llega nunca. Padeceremos, si acaso, de alguna erección fallida pero somos —a partir de la pubertad— esclavos de la procreación y esclavos del sexo. Esa ternura nuestra —esa especial sensibilidad que nos conduce hacia señoritas de 20 o de 30 que, ¡oh! casualidad, no tienen hijos pero anhelan tenerlos— nos impone cumplir con nuestra función de sementales que, para colmo, últimamente, tienden a encariñarse con su producto. Y allí van nuestros espermatozoides —60 millones por mililitro de esperma en estas épocas decadentes producto de los suspensores y los pantalones apretados, parece ser— lo que se dice “oro en polvo”; allí van nuestros espermatozoides a cumplir con la función de seguir procreando nuevos hijos y/o hijas. No. No es lo mismo, un hijo o una hija.
Hasta hace poco los padres nos excluíamos como modelo de identificación para nuestras hijas. De esta manera —y sin saberlo— estábamos desheredándolas de un capital simbólico de independencia y autonomía por el mero hecho de haber nacido mujeres. Cuando estimulábamos en nuestras hijas la adquisición de características tradicionalmente consideradas como masculinas, nunca estábamos seguros si hacíamos bien. Nunca sabíamos cómo iban a tomarlo ellas.
Hasta dónde nuestras hijas iban a leer esta disposición, esta oferta identificatoria, como “he aquí la prueba de que mi padre hubiera querido tener un hijo varón. Tanto es así que me ignora como mujer, me reconoce sólo y cuando me despliego en la ilusión de ser varón y me cría o me ha criado como tal”.
¿Hasta dónde nuestras hijas iban a leer esta disposición así o —por el contrario— como: “mi padre no se resigna al hecho de que por haber nacido mujer yo sea considerada una discapacitada: no me discrimina y espera de mí lo mismo que hubiera esperado de un hijo varón?”
Dicho de otra manera: en una sociedad patriarcal en la que generalmente los hombres queremos tener hijos varones (y las mujeres también), la oferta identificatoria que los padres hacemos a nuestras hijas, de valores que correspondan a la independencia, a la autonomía, a la autoafirmación, corre el riesgo de ser inscripta por las niñas como prueba flagrante de habernos defraudado. Sólo a veces es tomada como dotación privilegiada de habilidades, talentos y capacidades que intentan anular la diferencias (vividas como deficiencias) con los varones.
Así, aquellos padres que estimulan en sus hijas la adquisición de aspectos hasta ahora considerados “viriles” y “masculinos”, más que padres machistas que no se resignan a haber tenido hijas mujeres, son —además, o también— padres feministas que si hay algo a lo que no se resignan (independientemente de la cuota de narcisismo que se ponga en juego) es a que sus hijas sean devaluadas y menospreciadas por el mero hecho de ser mujeres.
No me atrevo a generalizar pero creo que está comenzando a advertirse cada vez más, en los vínculos intersubjetivos, una creciente disociación, entre aspectos reaccionarios, instituidos, que tienden al reforzamiento de paradigmas patriarcales en los vínculos conyugales, y aspectos transformadores, instituyentes, que tienden a la incorporación de nuevas formas de gerenciar las relaciones entre los géneros, fundamentalmente, en los vínculos filiales. Lo que equivale a decir que hay padres varones que aceptan, estimulan, y ven con buenos ojos que sus hijas hagan cosas (referidas en general a la práctica de una cierta independencia, agresividad, actividad y autonomía) que jamás le permitirían hacer a su esposa, la madre de sus hijas. O sea: hombres que son, al mismo tiempo, esposos patriarcales y padres feministas.
Esto genera no pocos conflictos, porque son justamente esas madres, dependientes y sometidas, las que deberán reconocerlas como mujeres para garantizar su filiación.
Ahora bien, si los padres destinan a sus hijas una oferta, un caudal identificatorio de valores de independencia y autonomía que permiten augurar una nueva forma de construcción subjetiva para las niñas, no sucede lo mismo con respecto a los hijos varones. El rechazo y la denigración que la cultura patriarcal mantiene hacia los valores tradicionalmente considerados femeninos, promueve en los niños la represión de aquellas cualidades que en el mundo externo son interpretadas como atributos femeninos. Así, los padres sabemos bien que no es lo mismo tener una hija “varonera”, que juega al fútbol, que sabe defenderse, que cuando es adolescente tiene a mal traer a más de dos “gavilanes” que rondan por ahí, y que muestra sin reparos su condición de líder grupal, por ejemplo, que tener —“Dios me libre y me guarde — un hijo maricón”.
No estoy apelando, aquí, indirectamente a que —con la intención de integrar a los progenitores masculinos en la crianza de los/as hijos/as— vayamos poco a poco aproximando a los géneros hasta que llegue el día en el que triunfe la concepción de un unificado modelo andrógino. El fenómeno es mucho más complejo ya que pienso que no existe un “instinto” maternal que determine el desempeño de las madres; y que tampoco existe un “instinto” paterno responsable de su conducta.
Ni de madres ni de padres se trata. No existe una tal categoría que no sea contingente, conflictiva, problemática. Y de existir, esta categoría está siendo permanentemente construida; construida por un discurso que en vano intenta definir el ser mamá, o el ser papá, en el nivel de lo biológico, de lo psicológico, de lo social. Fundamentalmente, en el nivel de lo político. Misión imposible si es que aceptamos la multiplicidad infinita de sujetos que desborda y trasciende cualquier intento de quedar aprisionada en categorías totalizadoras, tales como: padre-madre. Todo intento de tipificación, el supuesto hallazgo de estereotipos —padres “ausentes”, padres “modernos”, padres “autoritarios”, padres “permisivos”, padres “fantasmas”, etc.— queda en la superficialidad descriptiva que oculta la infinita y particular manera en que cada uno se construye; en que cada uno inventa cómo ejercer la función de papá, a veces hasta con independencia del sexo que anatómicamente le corresponda.
Así, la paternidad ni siquiera está limitada a los varones. Thomas Laqueur cuenta como en un condado de California, el jurado declaró a la señorita Linda Lofton, padre de la criatura que había criado. Fue así: la Srta. Lofton y la Srta. Flouroy vivían juntas y decidieron tener un hijo. La Srta. Lofton le introdujo con una jeringa descartable a la Srta. Fouroy el semen que su hermano —Larry Lofton— le había donado. La Srta. Flouroy quedó embarazada y nueve meses después nació un bebé que inscribieron como hijo de la Srta. Flouroy —la madre— y de L. Lofton —el padre—. (Nadie pudo sospechar que la inicial “L.” era de Linda y no de Larry. Pero el número del documento de identidad era el de Linda). Todo anduvo bien hasta que cuando el bebé tuvo dos años la Srta. Flouroy y la Srta. Lofton decidieron separarse. El bebé se quedó viviendo con la madre, la Srta. Flouroy. Pero, tiempo después, cuando la Srta. Flouroy reclamo al Estado su Seguro de Desempleo y una ayuda adicional para mantener al hijo que estaba a su cargo, el Buró de Apoyo a las Familias le pidió que identificara al “padre” de la criatura. La Srta. Flouroy contó, entonces, como habían sido las cosas y el Buró procedió, como corresponde, burocráticamente: localizo al “padre” que constaba en el acta de nacimiento. Linda, para el caso, no Larry. La Srta. Lofton no sólo no discutió lo que el Buró le impuso: reconocer la “paternidad” de la criatura y la obligación de mantener económicamente a su hijo a través de una pensión de alimentos actual y retroactiva, sino que reclamo un régimen de visitas. A Larry —el del semen— ni siquiera lo llamaron.
Así las cosas, no parece necesario ser varón para ser padre. Pero, lo que sí parece irrefutable, es que nosotros, los padres que somos hombres, en el camino o intento de aproximarnos al viejo ideal de autoridad y bien “machos”, vamos dejando “jirones de nuestra vida”, sobre todo aquellos que nos forjamos bajo los mandatos de la década del ´60 y del ´70. Por ejemplo: independientemente de las culturas y de las clases sociales a las que hagamos referencia, los hombres vivimos menos que las mujeres. La esperanza de vida al nacer es, con excepción de Islandia, de casi 8 años más para las mujeres que para los hombres. De acuerdo a la clase social, a las diferentes etnias y culturas es probable que las mujeres que viven más, vivan, también, más enfermas y peor asistidas, pero lo cierto es que los hombres duramos menos. Y, lo que es peor aún, a medida que la Historia avanza, cada vez duramos menos. La diferencia de casi 8 años que nos separa hoy día de las mujeres, era de sólo 3 años a principio de siglo en los países occidentales. Lo que quiere decir que este mundo está lleno de viudas y que los niños tienen muchas más abuelas que abuelos.
¿Cómo se explica esto? Los genetistas dicen que ese maldito cromosoma “Y” que nos diferencia del cromosoma “X” de las mujeres es más frágil y, para colmo, aporta una información genética deficitaria. Pero está afirmación no se hace cargo de la brecha que ha ido ampliándose desde principios de siglo hasta ahora. Tal parecería ser que la brevedad de nuestra permanencia en este mundo en nada es ajena a la brutal tiranía que nos impone cumplir con nuestra condición de “machos”. Tal parecería ser que los hombres vivimos menos porque someternos a nuestro “rol” tradicional nos obliga a ir a la cancha, a ir a la guerra, a andar en moto, a trabajar muchísimo, a exponernos a peligros varios y nos impide pedir auxilio a tiempo cuando de padecimientos físicos se trata. Nuestro “rol” tradicional nos obliga a vivir sobre exigidos y carenciados. Y eso es malo; muy malo, para la salud. Quiero decir: si es que los hombres tenemos las mismas necesidades de cariño, de ser amados, de ser acariciados; las mismas necesidades y la misma dependencia afectiva, la misma necesidad de llorar, de “aflojarnos”, de comunicar sentimientos y de emocionarnos, que las mujeres, entonces, someternos a un ideal masculino que nos impide reconocer estas necesidades; subordinarnos a un ideal que nos prohíbe satisfacer esto que ya es casi una exigencia de nuestro ser y que nos obliga a vivir renunciando a estos placeres presionados por tener que mostrar nuestra fortaleza; si ternura y debilidad son, también, necesidades nuestras, nada impide pensar que la reducción en términos cuantitativos de nuestra vida (además de la reducción en términos cualitativos, ya que todo un repertorio afectivo se nos está vedado) está directamente relacionado a la tiranía que soportamos con tal de mantener nuestra condición de varones con los pantalones bien puestos. Los hombres duramos menos. Estadísticamente, ocho años menos que las mujeres. Así que —¡por favor!— madres, suegras, esposas, amantes, hijas e hijos, trátennos con cariño. Cuídennos. Hagan algo para aliviarnos de la obligación de tener que demostrarles que somos fuertes, que lo podemos todo. Es probable que este alivio no sólo esté en manos de ustedes. Es probable que no dependa sólo de ustedes atenuar la exigencia de cumplir con la obligación de ser, también, buenos padres. Es, sin duda, la propia rivalidad que los hombres mantenemos entre nosotros la que condiciona esta esclavitud pero, aun así, esta rivalidad, esta competencia, siempre las tiene a ustedes como destinatarias; como público privilegiado en lo privado. No ignoro la discriminación (positiva) que sufre la mujer en tanto es (o debería ser) madre pero, aun así, aunque la categoría de padre “ausente” es una realidad ineludible e inexcusable; aunque el de “ausente” sea un calificativo más que benévolo para sancionar la conducta de algunos hombres que eluden sus obligaciones al tiempo que evitan las satisfacciones del contacto afectivo y corporal con sus hijos y que antes que “ausentes” merecerían ser calificados de delincuentes; aun sabiendo que es tan “natural” hablar de un padre “ausente” como “desnaturalizada” sería la madre que se “ausente” como habitualmente lo hacen sus maridos; se impone reconocer que vivimos “ausentes”, pero se impone reconocer, también, que vivimos con mucha culpa.
La vida de un hombre vale poco en este mundo. Cuando el barco se hunde, para salvarse, “mujeres y niños primero”; y si se trata de ir a la muerte, a la guerra, allí vamos los varones, carne de cañón. No hace falta otra cosa que prender el televisor o ir al cine para ver como se ha banalizado, como se está “naturalizando” la muerte de los hombres, simple cuestión de rutina para aquellos que por el mero hecho de llevar pantalones aparecemos siempre matando y muriendo.
La vida de un hombre vale muy poco. Cada vez menos. Aproximarnos al ideal tradicional que la virilidad impone atenta contra la salud más que el cigarrillo, el alcohol, las drogas, la moto y el fútbol. Llegar a ser varón, bien varón, se paga demasiado caro. Ya va llegando el tiempo de bajar el precio a nuestra condición de padres. Ya es hora de que empiece la liquidación y podamos darnos el gusto de recibir cariño y de disfrutar de una identidad si no regalada, al menos, a precio de oferta.