MI PAPA (ME) PAGA

Juan Carlos Volnovich

Médico psicoanalista argentino

Resumen

Algo está cam­bian­do en este asun­to de ser padres. Aho­ra los padres cam­bian pañales mien­tras sus mujeres cam­bian cheques en el ban­co y pagan las deu­das con­traí­das en la larga his­to­ria del patri­ar­ca­do. Hoy ser varón se paga demasi­a­do caro. El tra­ba­jo de cuidar a los niños, la obligación de sat­is­fac­er las necesi­dades mate­ri­ales y afec­ti­vas que los niños tienen, es tan­to respon­s­abil­i­dad de las madres como de los padres. Si bien embara­zo, par­to y lac­tan­cia es exclu­si­va­mente femeni­no, todas las demás deman­das que sur­gen de la cri­an­za pueden ser com­par­tidas por hom­bres y mujeres, homo­sex­u­ales y het­ero­sex­u­ales, solteros y casa­dos. Ya va lle­gan­do el tiem­po de bajar el pre­cio a nues­tra condi­ción de padres. Ya es hora de que empiece la liq­uidación y podamos darnos el gus­to de recibir car­iño y de dis­fru­tar de una identidad.

Pal­abras claves: hom­bres, pater­nidad, género.

Abstract

Some­thing is chang­ing in this issue of par­ent­ing. Now par­ents change dia­pers while their women exchanged checks in the bank and pay debts in the long his­to­ry of patri­archy. Today being a man is paid too expen­sive. The work of car­ing for chil­dren, the oblig­a­tion to meet the emo­tion­al and mate­r­i­al needs that chil­dren have, it is the respon­si­bil­i­ty of both moth­ers and fathers. While preg­nan­cy, child­birth and lac­ta­tion is exclu­sive­ly female, all oth­er claims aris­ing from the aging can be shared by men and women, gay and straight, sin­gle and mar­ried. It is com­ing time to low­er the price to us as par­ents. It’s time to start the liq­ui­da­tion and can give us the plea­sure of receiv­ing love and enjoy an identity.

Key­words: mens, father­hood, gender.

En el fem­i­nis­mo académi­co, el dis­cur­so acer­ca de las difer­en­cias sex­u­ales —difer­en­cias que supo­nen par­tic­u­lares rela­ciones entre los géneros— lo invade todo. Pero exis­ten evi­den­cias acer­ca de lo mucho que se ha tra­ba­ja­do sobre la sex­u­al­i­dad y de lo poco que se le ha ded­i­ca­do a la pater­nidad. Para el fem­i­nis­mo, para la teoría de las rela­ciones entre los géneros, el tema de la pater­nidad ha queda­do rel­e­ga­do, empe­queñe­ci­do al lado de la sex­u­al­i­dad a pesar de que es allí donde se han dado, en las últi­mas décadas, los cam­bios más ver­tig­i­nosos a par­tir de las inno­va­ciones en la dis­tribu­ción y atribu­ción de obliga­ciones y dere­chos deter­mi­na­dos por las difer­en­cias sex­u­ales. Aho­ra los padres cam­bian pañales mien­tras sus mujeres cam­bian cheques en el ban­co y pagan las deu­das con­traí­das en la larga his­to­ria del patri­ar­ca­do. Hoy ser varón se paga demasi­a­do caro.

Padres que cam­bian pañales mien­tras sus mujeres cam­bian cheques en el ban­co. Hom­bres que dan la mamadera al tiem­po que las esposas duer­men porque mañana tienen que salir a tra­ba­jar tem­pra­no. Semen­tales que se encar­iñan con el líqui­do don­a­do y que —lejos de “bor­rarse”— recla­man ante los jue­ces el dere­cho a man­ten­er un vín­cu­lo más duradero con sus esper­ma­to­zoides. Algo está cam­bian­do en este asun­to de ser padres. La irre­spon­s­abil­i­dad que car­ac­ter­i­z­a­ba a los hom­bres acer­ca del lugar donde deposita­ban su blan­co pro­duc­to y sobre el des­ti­no pos­te­ri­or a ese hecho biológi­co —la inocen­ti­zación y la despre­ocu­pación con respec­to a los hijos— parece estar dejan­do lugar a mod­os difer­entes de geren­ciar y admin­is­trar los vín­cu­los filiales.

No se tra­ta, claro está, de sim­pli­ficar cues­tiones que son har­to con­flic­ti­vas. La defen­sa de la pater­nidad en fun­ción de que la “idea” de los hijos es tan propia de los padres como el desval­oriza­do “hecho mate­r­i­al” de dar­les vida (y man­ten­er­los, después) es cosa de mujeres, es más vie­ja que el mar­qués de Sade. Pero fue sin duda el céle­bre Mar­qués quien, para reivin­dicar la pater­nidad, explíc­i­to el odio a las madres con elocuen­cia inigual­able. Según su cri­te­rio la “idea” de un hijo —la con­cep­ción imag­i­nar­ia de un hijo— es propia de los hom­bres. Y eso es lo que vale. Los niños nacen del padre —sólo inci­den­tal­mente del cuer­po de una mujer— y, des­de que nacen del padre, son propiedad exclu­si­va de él. De ahí que “la criatu­ra le debe ter­nu­ra sólo a él” (Sade).

Así, el cere­bro mas­culi­no —y esa chispi­ta lla­ma­da “esper­ma­to­zoide” que nada en un flu­i­do almibara­do— sería la respon­s­able de una gestación-con­cep­ción que ten­dría en el útero de la mujer la base mate­r­i­al tan nece­saria —inter­cam­bi­able e intran­scen­dente— como lo es la piedra para el genio del escul­tor. Cuan­do de hijos se tra­ta, cuan­do de pro­duc­tos “nobles” (con Nom­bre) se tra­ta, es el apel­li­do lo que cuen­ta. Es al padre a quien se tiene en cuen­ta cuan­do se tra­ta de pro­duc­tos “nobles” y no “espu­rios”. (Los hijos prove­nientes sólo de la madre son “espu­rios” porque antigua­mente llam­a­ban spuri­um a los gen­i­tales femeni­nos. Otro tan­to pasa con los “gua­chos”, ana­gra­ma de “gau­chos”).

Este pre­juicio está vigente des­de mucho antes que los grie­gos se pusier­an a hac­er trage­dias pero, en Las Euménides de Esqui­lo, Apo­lo jus­ti­fi­ca que Orestes haya mata­do a su madre porque, después de todo, ningún hom­bre tiene una madre. “La madre no es prog­en­i­to­ra de quien es lla­ma­do su criatu­ra, sino sólo el cam­po de cul­ti­vo de la semi­l­la recién plan­ta­da que crece”. Ella es sólo una cosa extraña ante el ver­dadero gestor: “el que mon­ta”. Nada muy difer­ente a lo que sug­iere Shake­speare en su Enrique II y que, con total inocen­cia (incon­scien­cia), refuerza Freud. El tri­un­fo de la cul­tura sobre la bar­barie hace evi­den­cia, según Freud, cuan­do la humanidad res­igna, en fun­ción de la creen­cia en un Dios úni­co e invis­i­ble, sus afi­ciones a ado­rar imá­genes varias. En Moisés y el monoteís­mo un Freud icon­o­clas­ta val­oriza que “se le haya dado un lugar secun­dario a la per­cep­ción sen­so­r­i­al respec­to a lo que puede lla­marse la idea abstrac­ta”. La “per­cep­ción sen­so­r­i­al”, claro está, es la de la madre. La “idea abstrac­ta”, es la del padre. Así, la incor­po­ración del monoteís­mo en la His­to­ria de la Humanidad cor­re­sponde al tri­un­fo de la int­elec­tu­al­i­dad sobre la sen­su­al­i­dad. Dios, o el Padre son, más una suposi­ción que una certeza; son, más una infer­en­cia que una evi­den­cia, y es por eso que la pater­nidad “aven­ta­ja” a la mater­nidad que, en su “atra­so”, basa su con­fi­an­za —como en el politeís­mo icóni­co— sólo en la mate­ri­al­i­dad percibi­da por los sen­ti­dos. Freud refuerza, así, lo que Lacan impone como condi­ción sine qua non para nac­er. Si no hay más reme­dio que acep­tar que nace­mos de una madre, para entrar al Orden Sim­bóli­co —esto es, para nac­er humanos de ver­dad— se tor­na impre­scindible acep­tar el Nom­bre del Padre y la suprema­cía del sig­nif­i­cante fálico.

Pero, decía, que no se tra­ta aquí de sim­pli­ficar cues­tiones que son har­to con­flic­ti­vas ni, mucho menos, de dejar clausura­da esta cuestión con un enfrentamien­to —a ver quién gana— entre la mater­nidad y la pater­nidad. El tra­ba­jo de cuidar a los niños, la obligación de sat­is­fac­er las necesi­dades mate­ri­ales y afec­ti­vas que los niños tienen, es tan­to respon­s­abil­i­dad de las madres como de los padres. Si bien embara­zo, par­to y lac­tan­cia es exclu­si­va­mente femeni­no, todas las demás deman­das que sur­gen de la cri­an­za pueden ser com­par­tidas por hom­bres y mujeres, homo­sex­u­ales y het­ero­sex­u­ales, solteros y casa­dos. Pueden ser com­par­tidas, pero lo cier­to es que a lo largo de la His­to­ria ha sido tarea de mujeres —respon­s­abil­i­dad de mujeres— esta mater­nidad que, recién aho­ra, empieza a ser tra­ba­jo parental (de ambos inte­grantes de la pareja).

Al fin los padres empezamos a hac­er­nos pre­sentes en la cri­an­za de los niños no sólo para demostrar nues­tra vio­len­cia y nue­stro poder en el ámbito domés­ti­co. Nos hace­mos pre­sentes y empezamos a pagar. Pag­amos la cul­pa eter­na de ser padres “ausentes”. Pag­amos deu­das con­traí­das a lo largo de la larga his­to­ria del patri­ar­ca­do. Pag­amos escue­las pri­vadas aho­ra que el Esta­do se desre­spon­s­abi­liza de la edu­cación de nue­stros hijos. Pag­amos la Obra Social para garan­ti­zarle la salud y algún Seguro de Vida que los pro­te­ja por si nos pasa algo. Pag­amos a psi­coanal­is­tas para que nue­stros hijos les hablen mal de nosotros. Pag­amos a den­tis­tas para que los niños ten­gan una son­risa ortopédi­ca. Pag­amos la respon­s­abil­i­dad con los hijos que tuvi­mos en nue­stros mat­ri­mo­nios ante­ri­ores por no haber­los aten­di­do como cor­re­spondía y la “imper­don­able traición” al sep­a­rarnos de sus madres. Pag­amos nue­stro dere­cho de piso con nues­tras actuales mujeres mostrán­doles lo bien que trata­mos —a difer­en­cia de sus ante­ri­ores mari­dos— a los hijos que tuvieron con ellos.

Aun así, pagan­do y pagan­do, esta­mos siem­pre a dis­tan­cia de lo que deberíamos ser. Una brecha infran­que­able sep­a­ra lo que hace­mos, de aque­l­lo que se espera de nosotros. “Todos somos padres judíos”.

Además, una imborrable difer­en­cia nos sep­a­ra a los padres de las madres. Allí donde ellas son “sobre­pro­tec­toras”, nosotros somos o esta­mos “ausentes”. Entonces el varón aparece com­ponien­do una ima­gen cos­tum­brista y patéti­ca que, para la clase media, es: el auto con el papá al volante que esta­ciona en doble fila, el rubiecito de cin­co años que sale cor­rien­do del pasil­lo del edi­fi­cio con una mochi­la más pesa­da que él mis­mo y un papel donde la mamá escribió las recomen­da­ciones de lo que puede o no puede com­er y a qué hora tiene que tomar el antibióti­co. El señor que espera en la plaza, con cara de cumplir con un deber ajeno y miran­do el reloj, que su hija baje de la cale­si­ta. El gesto abur­ri­do en la mesa del Mac Don­alds donde los chicos devo­ran su ham­bur­gue­sa mien­tras el señor con­cen­tra la mira­da en otras mesas con la esper­an­za de encon­trar algu­na mamá que le recree la vista, cuestión de hac­er más lle­vadero el pesa­do trance del fin de semana.

Pero se sabe que siem­pre es preferi­ble pecar por exce­so y no por defec­to. El “padre ausente” es un con­cep­to tan uni­tario como lo es Dios invis­i­ble. Viene de suyo, de tal for­ma que sería imposi­ble sep­a­rar los dos tér­mi­nos que lo com­po­nen. Elo­gio o insul­to, vaya uno a saber, “padre ausente” es una acusación clási­ca que sólo se atenúa cuan­do uno deja de ser­lo. Es decir: cuan­do por mila­gro uno aparece, se ocu­pa de sus hijos y entonces “más que un padre, es una madre”. Es como úni­co dejamos de ser “ausentes”; cuan­do dejamos de ser padres.

Pero no es cuestión de inocen­ti­zarnos. El patri­ar­ca­do como sis­tema de some­timien­to se basó, jus­to en eso: el padre es el autor y la autori­dad máx­i­ma frente a los hijos. El acto con­tin­gente de pon­er el útero, parir­los, ama­man­tar­los, ha sido siem­pre nat­u­ral­iza­do. Esto es: desval­oriza­do. Todo hace pen­sar que está lle­gan­do el momen­to en que los padres nos disponemos a pon­er el cuer­po en el tra­ba­jo (y la sat­is­fac­ción) de ali­men­tar, pro­te­ger y edu­car a los niños. Todo hace pen­sar que esta­mos dis­puestos a pagar y a hac­er­nos per­donar. Pero no todo ter­mi­na aquí. Tam­poco es cuestión de arras­trarnos por el mun­do con más cul­pas y deu­das que país del Ter­cer Mundo.

Ser­e­mos “padres ausentes” pero somos —a difer­en­cia de las mujeres— poten­cial­mente siem­pre padres. La menopau­sia que alrede­dor de los 50 lib­era a las mujeres de la obligación de seguir pro­cre­an­do, a nosotros no nos lle­ga nun­ca. Pade­cer­e­mos, si aca­so, de algu­na erec­ción fal­l­i­da pero somos —a par­tir de la puber­tad— esclavos de la pro­creación y esclavos del sexo. Esa ter­nu­ra nues­tra —esa espe­cial sen­si­bil­i­dad que nos con­duce hacia señori­tas de 20 o de 30 que, ¡oh! casu­al­i­dad, no tienen hijos pero anhelan ten­er­los— nos impone cumplir con nues­tra fun­ción de semen­tales que, para col­mo, últi­ma­mente, tien­den a encar­iñarse con su pro­duc­to. Y allí van nue­stros esper­ma­to­zoides —60 mil­lones por milil­itro de esper­ma en estas épocas deca­dentes pro­duc­to de los sus­pen­sores y los pan­talones apre­ta­dos, parece ser— lo que se dice “oro en pol­vo”; allí van nue­stros esper­ma­to­zoides a cumplir con la fun­ción de seguir pro­cre­an­do nuevos hijos y/o hijas. No. No es lo mis­mo, un hijo o una hija.

Has­ta hace poco los padres nos excluíamos como mod­e­lo de iden­ti­fi­cación para nues­tras hijas. De esta man­era —y sin saber­lo— estábamos desh­eredán­dolas de un cap­i­tal sim­bóli­co de inde­pen­den­cia y autonomía por el mero hecho de haber naci­do mujeres. Cuan­do estim­ulábamos en nues­tras hijas la adquisi­ción de car­ac­terís­ti­cas tradi­cional­mente con­sid­er­adas como mas­culi­nas, nun­ca estábamos seguros si hacíamos bien. Nun­ca sabíamos cómo iban a tomar­lo ellas.

Has­ta dónde nues­tras hijas iban a leer esta dis­posi­ción, esta ofer­ta iden­ti­fi­ca­to­ria, como “he aquí la prue­ba de que mi padre hubiera queri­do ten­er un hijo varón. Tan­to es así que me igno­ra como mujer, me reconoce sólo y cuan­do me despliego en la ilusión de ser varón y me cría o me ha cri­a­do como tal”.

¿Has­ta dónde nues­tras hijas iban a leer esta dis­posi­ción así o —por el con­trario— como: “mi padre no se res­igna al hecho de que por haber naci­do mujer yo sea con­sid­er­a­da una dis­capac­i­ta­da: no me dis­crim­i­na y espera de mí lo mis­mo que hubiera esper­a­do de un hijo varón?”

Dicho de otra man­era: en una sociedad patri­ar­cal en la que gen­eral­mente los hom­bres quer­e­mos ten­er hijos varones (y las mujeres tam­bién), la ofer­ta iden­ti­fi­ca­to­ria que los padres hace­mos a nues­tras hijas, de val­ores que cor­re­spon­dan a la inde­pen­den­cia, a la autonomía, a la autoafir­ma­ción, corre el ries­go de ser inscrip­ta por las niñas como prue­ba fla­grante de haber­nos defrau­da­do. Sólo a veces es toma­da como dotación priv­i­le­gia­da de habil­i­dades, tal­en­tos y capaci­dades que inten­tan anu­lar la difer­en­cias (vivi­das como defi­cien­cias) con los varones.

Así, aque­l­los padres que estim­u­lan en sus hijas la adquisi­ción de aspec­tos has­ta aho­ra con­sid­er­a­dos “vir­iles” y “mas­culi­nos”, más que padres machis­tas que no se res­ig­nan a haber tenido hijas mujeres, son —además, o tam­bién— padres fem­i­nistas que si hay algo a lo que no se res­ig­nan (inde­pen­di­en­te­mente de la cuo­ta de nar­ci­sis­mo que se pon­ga en juego) es a que sus hijas sean deval­u­adas y menos­pre­ci­adas por el mero hecho de ser mujeres.

No me atre­vo a gen­er­alizar pero creo que está comen­zan­do a adver­tirse cada vez más, en los vín­cu­los inter­sub­je­tivos, una cre­ciente dis­o­ciación, entre aspec­tos reac­cionar­ios, insti­tu­i­dos, que tien­den al reforza­mien­to de par­a­dig­mas patri­ar­cales en los vín­cu­los conyu­gales, y aspec­tos trans­for­madores, insti­tuyentes, que tien­den a la incor­po­ración de nuevas for­mas de geren­ciar las rela­ciones entre los géneros, fun­da­men­tal­mente, en los vín­cu­los fil­iales. Lo que equiv­ale a decir que hay padres varones que acep­tan, estim­u­lan, y ven con buenos ojos que sus hijas hagan cosas (referi­das en gen­er­al a la prác­ti­ca de una cier­ta inde­pen­den­cia, agre­sivi­dad, activi­dad y autonomía) que jamás le per­mi­tirían hac­er a su esposa, la madre de sus hijas. O sea: hom­bres que son, al mis­mo tiem­po, esposos patri­ar­cales y padres feministas.

Esto gen­era no pocos con­flic­tos, porque son jus­ta­mente esas madres, depen­di­entes y someti­das, las que deberán recono­cer­las como mujeres para garan­ti­zar su filiación.

Aho­ra bien, si los padres des­ti­nan a sus hijas una ofer­ta, un cau­dal iden­ti­fi­ca­to­rio de val­ores de inde­pen­den­cia y autonomía que per­miten augu­rar una nue­va for­ma de con­struc­ción sub­je­ti­va para las niñas, no sucede lo mis­mo con respec­to a los hijos varones. El rec­ha­zo y la den­i­gración que la cul­tura patri­ar­cal mantiene hacia los val­ores tradi­cional­mente con­sid­er­a­dos femeni­nos, pro­mueve en los niños la repre­sión de aque­l­las cual­i­dades que en el mun­do exter­no son inter­pre­tadas como atrib­u­tos femeni­nos. Así, los padres sabe­mos bien que no es lo mis­mo ten­er una hija “varonera”, que jue­ga al fút­bol, que sabe defend­er­se, que cuan­do es ado­les­cente tiene a mal traer a más de dos “gav­i­lanes” que ron­dan por ahí, y que mues­tra sin reparos su condi­ción de líder gru­pal, por ejem­p­lo, que ten­er —“Dios me libre y me guarde — un hijo maricón”.

No estoy apelando, aquí, indi­rec­ta­mente a que —con la inten­ción de inte­grar a los prog­en­i­tores mas­culi­nos en la cri­an­za de los/as hijos/as— vayamos poco a poco aprox­i­man­do a los géneros has­ta que llegue el día en el que tri­unfe la con­cep­ción de un unifi­ca­do mod­e­lo andrógi­no. El fenó­meno es mucho más com­ple­jo ya que pien­so que no existe un “instin­to” mater­nal que deter­mine el desem­peño de las madres; y que tam­poco existe un “instin­to” pater­no respon­s­able de su conducta.

Ni de madres ni de padres se tra­ta. No existe una tal cat­e­goría que no sea con­tin­gente, con­flic­ti­va, prob­lemáti­ca. Y de exi­s­tir, esta cat­e­goría está sien­do per­ma­nen­te­mente con­stru­i­da; con­stru­i­da por un dis­cur­so que en vano inten­ta definir el ser mamá, o el ser papá, en el niv­el de lo biológi­co, de lo psi­cológi­co, de lo social. Fun­da­men­tal­mente, en el niv­el de lo políti­co. Mis­ión imposi­ble si es que acep­ta­mos la mul­ti­pli­ci­dad infini­ta de suje­tos que des­bor­da y tra­sciende cualquier inten­to de quedar apri­sion­a­da en cat­e­gorías total­izado­ras, tales como: padre-madre. Todo inten­to de tip­i­fi­cación, el supuesto hal­laz­go de estereoti­pos —padres “ausentes”, padres “mod­er­nos”, padres “autori­tar­ios”, padres “per­mi­sivos”, padres “fan­tas­mas”, etc.— que­da en la super­fi­cial­i­dad descrip­ti­va que ocul­ta la infini­ta y par­tic­u­lar man­era en que cada uno se con­struye; en que cada uno inven­ta cómo ejercer la fun­ción de papá, a veces has­ta con inde­pen­den­cia del sexo que anatómi­ca­mente le corresponda.

Así, la pater­nidad ni siquiera está lim­i­ta­da a los varones. Thomas Laque­ur cuen­ta como en un con­da­do de Cal­i­for­nia, el jura­do declaró a la señori­ta Lin­da Lofton, padre de la criatu­ra que había cri­a­do. Fue así: la Srta. Lofton y la Srta. Flouroy vivían jun­tas y deci­dieron ten­er un hijo. La Srta. Lofton le intro­du­jo con una jeringa descartable a la Srta. Fouroy el semen que su her­mano —Lar­ry Lofton— le había don­a­do. La Srta. Flouroy quedó embaraza­da y nueve meses después nació un bebé que inscri­bieron como hijo de la Srta. Flouroy —la madre— y de L. Lofton —el padre—. (Nadie pudo sospechar que la ini­cial “L.” era de Lin­da y no de Lar­ry. Pero el número del doc­u­men­to de iden­ti­dad era el de Lin­da). Todo andu­vo bien has­ta que cuan­do el bebé tuvo dos años la Srta. Flouroy y la Srta. Lofton deci­dieron sep­a­rarse. El bebé se quedó vivien­do con la madre, la Srta. Flouroy. Pero, tiem­po después, cuan­do la Srta. Flouroy reclamo al Esta­do su Seguro de Desem­pleo y una ayu­da adi­cional para man­ten­er al hijo que esta­ba a su car­go, el Buró de Apoyo a las Famil­ias le pidió que iden­ti­ficara al “padre” de la criatu­ra. La Srta. Flouroy con­tó, entonces, como habían sido las cosas y el Buró pro­cedió, como cor­re­sponde, buro­cráti­ca­mente: local­i­zo al “padre” que con­sta­ba en el acta de nacimien­to. Lin­da, para el caso, no Lar­ry. La Srta. Lofton no sólo no dis­cu­tió lo que el Buró le impu­so: recono­cer la “pater­nidad” de la criatu­ra y la obligación de man­ten­er económi­ca­mente a su hijo a través de una pen­sión de ali­men­tos actu­al y retroac­ti­va, sino que reclamo un rég­i­men de vis­i­tas. A Lar­ry —el del semen— ni siquiera lo llamaron.

Así las cosas, no parece nece­sario ser varón para ser padre. Pero, lo que sí parece irrefutable, es que nosotros, los padres que somos hom­bres, en el camino o inten­to de aprox­i­marnos al viejo ide­al de autori­dad y bien “machos”, vamos dejan­do “jirones de nues­tra vida”, sobre todo aque­l­los que nos for­jamos bajo los mandatos de la déca­da del ´60 y del ´70. Por ejem­p­lo: inde­pen­di­en­te­mente de las cul­turas y de las clases sociales a las que hag­amos ref­er­en­cia, los hom­bres vivi­mos menos que las mujeres. La esper­an­za de vida al nac­er es, con excep­ción de Islandia, de casi 8 años más para las mujeres que para los hom­bres. De acuer­do a la clase social, a las difer­entes etnias y cul­turas es prob­a­ble que las mujeres que viv­en más, vivan, tam­bién, más enfer­mas y peor asis­ti­das, pero lo cier­to es que los hom­bres duramos menos. Y, lo que es peor aún, a medi­da que la His­to­ria avan­za, cada vez duramos menos. La difer­en­cia de casi 8 años que nos sep­a­ra hoy día de las mujeres, era de sólo 3 años a prin­ci­pio de siglo en los país­es occi­den­tales. Lo que quiere decir que este mun­do está lleno de viu­das y que los niños tienen muchas más abue­las que abuelos.

¿Cómo se expli­ca esto? Los genetis­tas dicen que ese maldito cro­mo­so­ma “Y” que nos difer­en­cia del cro­mo­so­ma “X” de las mujeres es más frágil y, para col­mo, apor­ta una infor­ma­ción genéti­ca defici­taria. Pero está afir­ma­ción no se hace car­go de la brecha que ha ido amplián­dose des­de prin­ci­p­ios de siglo has­ta aho­ra. Tal pare­cería ser que la brevedad de nues­tra per­ma­nen­cia en este mun­do en nada es aje­na a la bru­tal tiranía que nos impone cumplir con nues­tra condi­ción de “machos”. Tal pare­cería ser que los hom­bres vivi­mos menos porque some­ter­nos a nue­stro “rol” tradi­cional nos obliga a ir a la can­cha, a ir a la guer­ra, a andar en moto, a tra­ba­jar muchísi­mo, a expon­er­nos a peli­gros var­ios y nos impi­de pedir aux­ilio a tiem­po cuan­do de padec­imien­tos físi­cos se tra­ta. Nue­stro “rol” tradi­cional nos obliga a vivir sobre exigi­dos y caren­ci­a­dos. Y eso es malo; muy malo, para la salud. Quiero decir: si es que los hom­bres ten­emos las mis­mas necesi­dades de car­iño, de ser ama­dos, de ser acari­ci­a­dos; las mis­mas necesi­dades y la mis­ma depen­den­cia afec­ti­va, la mis­ma necesi­dad de llo­rar, de “aflo­jarnos”, de comu­nicar sen­timien­tos y de emo­cionarnos, que las mujeres, entonces, some­ter­nos a un ide­al mas­culi­no que nos impi­de recono­cer estas necesi­dades; sub­or­di­narnos a un ide­al que nos pro­híbe sat­is­fac­er esto que ya es casi una exi­gen­cia de nue­stro ser y que nos obliga a vivir renun­cian­do a estos plac­eres pre­sion­a­dos por ten­er que mostrar nues­tra for­t­aleza; si ter­nu­ra y debil­i­dad son, tam­bién, necesi­dades nues­tras, nada impi­de pen­sar que la reduc­ción en tér­mi­nos cuan­ti­ta­tivos de nues­tra vida (además de la reduc­ción en tér­mi­nos cual­i­ta­tivos, ya que todo un reper­to­rio afec­ti­vo se nos está veda­do) está direc­ta­mente rela­ciona­do a la tiranía que sopor­ta­mos con tal de man­ten­er nues­tra condi­ción de varones con los pan­talones bien puestos. Los hom­bres duramos menos. Estadís­ti­ca­mente, ocho años menos que las mujeres. Así que —¡por favor!— madres, sue­gras, esposas, amantes, hijas e hijos, tráten­nos con car­iño. Cuí­den­nos. Hagan algo para aliviarnos de la obligación de ten­er que demostrar­les que somos fuertes, que lo podemos todo. Es prob­a­ble que este aliv­io no sólo esté en manos de ust­edes. Es prob­a­ble que no depen­da sólo de ust­edes aten­uar la exi­gen­cia de cumplir con la obligación de ser, tam­bién, buenos padres. Es, sin duda, la propia rival­i­dad que los hom­bres man­ten­emos entre nosotros la que condi­ciona esta esclav­i­tud pero, aun así, esta rival­i­dad, esta com­pe­ten­cia, siem­pre las tiene a ust­edes como des­ti­natarias; como públi­co priv­i­le­gia­do en lo pri­va­do. No ignoro la dis­crim­i­nación (pos­i­ti­va) que sufre la mujer en tan­to es (o debería ser) madre pero, aun así, aunque la cat­e­goría de padre “ausente” es una real­i­dad ine­ludi­ble e inex­cus­able; aunque el de “ausente” sea un cal­i­fica­ti­vo más que benévo­lo para san­cionar la con­duc­ta de algunos hom­bres que elu­den sus obliga­ciones al tiem­po que evi­tan las sat­is­fac­ciones del con­tac­to afec­ti­vo y cor­po­ral con sus hijos y que antes que “ausentes” mere­cerían ser cal­i­fi­ca­dos de delin­cuentes; aun sabi­en­do que es tan “nat­ur­al” hablar de un padre “ausente” como “desnat­u­ral­iza­da” sería la madre que se “ausente” como habit­ual­mente lo hacen sus mari­dos; se impone recono­cer que vivi­mos “ausentes”, pero se impone recono­cer, tam­bién, que vivi­mos con mucha culpa.

La vida de un hom­bre vale poco en este mun­do. Cuan­do el bar­co se hunde, para sal­varse, “mujeres y niños primero”; y si se tra­ta de ir a la muerte, a la guer­ra, allí vamos los varones, carne de cañón. No hace fal­ta otra cosa que pren­der el tele­vi­sor o ir al cine para ver como se ha banal­iza­do, como se está “nat­u­ral­izan­do” la muerte de los hom­bres, sim­ple cuestión de ruti­na para aque­l­los que por el mero hecho de lle­var pan­talones apare­ce­mos siem­pre matan­do y muriendo.

La vida de un hom­bre vale muy poco. Cada vez menos. Aprox­i­marnos al ide­al tradi­cional que la vir­il­i­dad impone aten­ta con­tra la salud más que el cig­a­r­ril­lo, el alco­hol, las dro­gas, la moto y el fút­bol. Lle­gar a ser varón, bien varón, se paga demasi­a­do caro. Ya va lle­gan­do el tiem­po de bajar el pre­cio a nues­tra condi­ción de padres. Ya es hora de que empiece la liq­uidación y podamos darnos el gus­to de recibir car­iño y de dis­fru­tar de una iden­ti­dad si no regal­a­da, al menos, a pre­cio de oferta.

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