Ahmed José Pomares Ávalos
Hospital General Universitario “Dr. Gustavo Aldereguía Lima”, Cienfuegos, Cuba
Dionisio Félix Zaldívar Pérez
Facultad de Psicología. Universidad de La Habana, Cuba
Resumen
El tema del dolor crónico de la espalda se ha convertido en un área de especial interés para los servicios de salud a nivel universal; su carácter de cronicidad e incierta etiología lo convierten en un complejo tema de investigación e intervención, donde parecen jugar un papel importante los factores psicológicos, en particular, el afrontamiento. El presente trabajo tiene como objetivo la sistematización teórica acerca del papel del afrontamiento activo en pacientes con dolor crónico de la espalda, lo que contribuye al enriquecimiento de este constructo. A la vez, se aporta un conjunto de indicadores que penetran en los mecanismos del afrontamiento activo al dolor, y posibilitan una mejor comprensión de este constructo psicológico en sus diferentes niveles de expresión en el comportamiento. Para ello se consultó la bibliografía especializada, entre ellas artículos de revistas, libros y otras, accedidas a través de los principales gestores de información.
Palabras clave: dolor crónico, dolor de espalda, afrontamiento.
Abstract
The issue of chronic back pain has become an area of special interest for health services at a universal level; Its chronic nature and uncertain etiology make it a complex subject for research and intervention, where psychological factors, particularly coping, seem to play an important role. The objective of this work is the theoretical systematization about the role of active coping in patients with chronic back pain, which contributes to the enrichment of this construct. At the same time, a set of indicators is provided that penetrate the mechanisms of active coping with pain, and allow a better understanding of this psychological construct in its different levels of expression in behavior. For this, the specialized bibliography was consulted, including magazine articles, books and others, accessed through the main information managers.
Keywords: chronic pain, back pain, coping.
Introducción
El dolor crónico de la espalda está considerado como un grave problema de salud, no solo por su alta prevalencia en la población, la cual se estima entre el 5% y un 40% (Fatoye et al., 2019), sino también por las múltiples alteraciones funcionales que genera (Nima y Ruíz, 2019). De acuerdo a un estudio publicado por The Lancet (2017), el dolor crónico de la espalda representa desde el año 1990 la primera causa a nivel global de años de vida ajustados por discapacidad (AVAD), cifra que ha aumentado en un 54% en 25 años y se prevé que continúe creciendo (Hay et al., 2017).
Algunas investigaciones demuestran, que las personas que padecen este tipo de dolor sufren reiterados fracasos terapéuticos, que conducen a la depresión, frustración e ira (Konietzny et al., 2016; Pomares et al., 2018), por lo que es posible señalar que supone una fuente considerable de estrés que afecta el bienestar físico y psicológico del individuo (León, 2019).
Ante esta situación, la persona tendrá que realizar un esfuerzo de adaptación, que dependerá en gran medida de las estrategias que utilice para su manejo, si son efectivas conseguirá el bienestar emocional y personal, pero si fracasan, aumentará el nivel de malestar y el distrés (Cantero et al., 2019).
Por tanto, el proceso de afrontamiento cobra vital importancia. A través de este, la persona intentará manejar las discrepancias entre las demandas que impone el dolor y los recursos de los que dispone; valorando y poniendo en marcha una serie de acciones cognitivas, afectivas y conductuales, con el fin de reducir el estrés o evitar su incremento (Cantero et al., 2019). Sin embargo, no todas las acciones o estrategias son exitosas, en ocasiones suelen ser desadaptativas e ineficaces (Moix, 2005; Cifuentes et al., 2018)
En este sentido, la literatura científica reconoce el papel del afrontamiento activo en el manejo del dolor (Pascual y Caballo, 2017). Esta forma de afrontar, se distingue por la implicación activa del sujeto, su capacidad de regular y autorregular las emociones y el comportamiento en función de transformar su realidad. Implica la forma en la cual el individuo logra manejar las demandas psicológicas que impone el dolor y llevar a cabo comportamientos que favorezcan el conocimiento y desarrollo de habilidades para prevenir o aliviar el impacto físico y psicológico provocado por este.
1. Afrontamiento activo al dolor crónico de la espalda. Enfoques explicativos. Definición.
El estudio del afrontamiento al dolor crónico está en íntima relación con el estudio del afrontamiento a la enfermedad. Su abordaje se ha realizado desde dos enfoques teóricos bien definidos: el estructural y el procesual (Kardum y Krapic, 2001).
El enfoque estructural se deriva de las concepciones psicoanalíticas, en las cuales el afrontamiento se conceptualiza en términos de diferencias individuales relativamente estables, generalizadas y donde las variaciones en situaciones estresantes ejercen poca influencia, por tanto, los estilos de afrontamiento derivan de las características de la personalidad. Desde este enfoque se consideran dos estilos principales de afrontamiento: dirigido a la planificación de soluciones ante la situación problema y orientado a evitar la situación estresante y retrasar su resolución, también llamado evitativo (Jorques et al., 2015).
Aunque esta concepción del afrontamiento como una forma relativamente estable de actuar y pensar ofrece poca esperanza para la intervención terapéutica, puede contribuir a la predicción de algunos comportamientos a largo plazo como sucede en con los comportamientos relacionados con la prevención de la salud y en las situaciones de estrés crónico (Jorques et al., 2015).
Desde el enfoque procesual, se destaca la teoría transaccional de Lazarus y Folkman (1986), si bien es cierto que estos autores no fueron ni los primeros ni únicos investigadores en proponer una teoría transaccional en relación con el estrés, sí fueron los máximos difusores de esta visión a nivel internacional. En correspondencia con ellos, el afrontamiento se define como los esfuerzos cognitivos y conductuales constantemente cambiantes que se desarrollan para manejar las demandas específicas externas y/o internas que son evaluadas como excedentes o desbordantes de los recursos del individuo (Lazarus y Folkman, 1986).
Según este enfoque, cuando un individuo valora una situación como estresante por exceder sus recursos, el individuo realiza una serie de acciones para manejar las demandas internas o externas con el fin de reducir o evitar el incremento del estrés y poder así recuperar el equilibrio previo (Lazarus, 1993). Este proceso de elaboración mental es conocido como afrontamiento y su resultado será considerar la situación como un reto o desafío si valora que le puede aportar consecuencias deseables o por el contrario como una amenaza o pérdida si considera que le puede aportar consecuencias dañinas (Martín, 2002).
Desde esta perspectiva Lazarus y Folkman (1986) destacan que el afrontamiento tiene dos funciones fundamentales: el afrontamiento focalizado en el problema, dirigido a modificar los eventos ambientales causantes del estrés, se intenta de alguna manera solucionar el problema o disminuir su impacto y el afrontamiento focalizado en las emociones, encaminado a reducir o eliminar los sentimientos negativos causados por las condiciones estresantes. Aunque precisaron, que ambos tipos de estrategias no deben ser excluyentes, puesto que una misma estrategia puede estar cumpliendo dos funciones a la vez (Martínez y Goma, 2018).
Posteriormente el modelo transaccional hace énfasis en el papel de las emociones durante el proceso de estrés. En este sentido Folkman (2010) sostiene, que el estrés es un fenómeno contextual, que se trata de una transacción o proceso entre la propia persona y el entorno, por lo que, la eficacia de las estrategias de afrontamiento y los resultados asociados a ella dependen tanto de aspectos estables (características personológicas, valores y creencias personales) como, sobre todo, de elementos inherentes a la propia situación (Ortega y Salanova, 2016).
El enfoque transaccional del estrés ha sustentado teórica y metodológicamente la mayor parte de las investigaciones sobre el afrontamiento en pacientes con dolor crónico (Soriano y Mosalve, 2002; Truyol et al., 2008). Relación que se justifica teniendo en cuenta, que el enfoque transaccional brinda una explicación del estrés, y el dolor se considera una de las fuentes de estrés más importantes en el ámbito de la salud. Además, tanto las modelos actuales del dolor como el enfoque transaccional del estrés tienen un carácter multidimensional e incorporan variables cognitivas, emocionales y conductuales (Mehta, 2018).
Siguiendo esta línea de pensamiento el afrontamiento al dolor ha sido definido en términos de respuestas cognitivas, conductuales y emocionales (Orozco et al., 2016; Baastrup et al., 2016), comportamientos adaptativos, de capacidad de control, manejo y resolución de problemas (Pascual y Caballo, 2017), que llevan a cabo los pacientes con el fin de salvaguardarse, reducir o asimilar la demanda estresante que supone el dolor crónico, que les permita el mayor funcionamiento posible.
En este sentido las investigaciones se han orientado a determinar las formas de afrontamiento más efectivas en la adaptación al dolor crónico. Algunos autores evalúan los resultados por su influencia en los parámetros sensoriales, en especial la intensidad del dolor (Sahar et al., 2016), otros se basan en la relación con los estados emocionales o el nivel de actividad que mantiene el sujeto (Ugarte, 2017). La mayor limitación de estos estudios radica precisamente en la multiplicidad y falta de integración de los elementos que son tomados en cuenta para evaluar la efectividad del afrontamiento, lo que no permite determinar con claridad los indicadores de expresión de este proceso.
No obstante, los resultados de estas investigaciones muestran dos formas fundamentales de afrontamiento al dolor crónico, nombradas por Nicassio y Brown (1987) afrontamiento activo y pasivo. El afrontamiento activo está conformado por estrategias que reflejan la implicación activa del sujeto en el manejo y control del dolor, como la práctica de ejercicios físicos, la distracción a través de actividades placenteras que permiten desplazar el foco de atención, entre otras. En el afrontamiento pasivo se utilizan estrategias que no modifican la fuente de estrés y evaden la situación que provoca el dolor (Soriano y Monsalve 2002).
Si bien estos estudios aportan una diferenciación entre las formas de afrontar el dolor, no describen cómo transcurre el proceso de afrontamiento, ni cómo se expresan los elementos que lo integran, reducen el éxito del afrontamiento solo a las estrategias empleadas, obviando otros elementos que intervienen en dicho proceso como las emociones. El afrontamiento activo, tal y como lo describen estos autores, hace alusión más a una acción que conlleva mayor o menor esfuerzo, que a un proceso verdaderamente activo, donde el sujeto asume un rol consciente, orientado que participa en la regulación y autorregulación del comportamiento en función de asimilar y transformar su realidad.
Una propuesta interesante, que supera en buena medida las limitaciones identificadas en los estudios anteriores, se puede encontrar en la investigación sobre afrontamiento activo en mujeres con cáncer de mama (Montiel, 2016). Esta autora concibe el afrontamiento como un proceso dinámico, activo y personalizado, cuyos indicadores de expresión son: la valoración, las estrategias de afrontamiento, las emociones y el autocuidado, los cuales enriquecen desde la mediatización personológica y el enfoque histórico-cultural.
En cambio, el dolor crónico de la espalda constituye una vivencia emocional desagradable, que representa una fuente considerable de estrés, genera limitaciones en las diversas actividades de la vida cotidiana y requiere de continuos esfuerzos que permitan su manejo y ajuste. Por tanto, el proceso de afrontamiento adquiere regularidades y manifestaciones propias y no solo debe incorporar la vivencia emocional que genera dicha dolencia, sino también todas las conductas de autocuidado, desarrolladas por la persona con el fin de prevenir o aliviar los síntomas del dolor, así como mantener o recuperar, al menos parcialmente, la capacidad de funcionamiento.
Por lo que se puede definir el afrontamiento activo al dolor crónico como un proceso dinámico, intencionado y activo en el cual el sujeto despliega un conjunto de estrategias de afrontamiento que le permiten manejar, superar y disminuir las demandas psicológicas impuestas por el dolor y llevar a cabo conductas de autocuidado que favorezcan el conocimiento y desarrollo de habilidades para prevenir o aliviar los síntomas del dolor, reducir las alteraciones emocionales asociadas a este y la discapacidad funcional en las diferentes esferas de la vida cotidiana. Son indicadores de expresión de este proceso: las estrategias de afrontamiento, el autocuidado, las alteraciones emocionales y la discapacidad funcional.
Desde la perspectiva abordada, se entiende que el afrontamiento activo al dolor crónico de la espalda, no siempre se encuentra en su máxima expresión, ni es algo que una vez que se consigue se tiene para toda la vida, sino que transita por períodos de adelantos y retrocesos, en el que cada uno de los indicadores que lo integran tiene una función específica dentro del proceso y no deciden de manera individual, sino que los resultados se obtienen desde su integración.
2. Estrategias de afrontamiento, autocuidado, alteraciones emocionales y discapacidad funcional. Su significado para el afrontamiento activo.
La literatura científica reconoce que mediante las estrategias de afrontamiento las personas hacen uso de todas sus capacidades y recursos disponibles para poder dar solución a las problemáticas que se presentan en la vida o al menos para sobrellevarlas de la mejor manera posible. Las estrategias de afrontamiento han sido abordadas a partir de los modelos teóricos del afrontamiento que las sustentan, lo que ha llevado a definirlas de dos formas fundamentalmente: como estilos o como estrategias (Fernández Abascal, 1997) –citado por (Encinas, 2019).
En correspondencia con lo anterior se consideran estilos de afrontamiento aquellas características personales para hacer frente a las situaciones y responsables de las preferencias individuales en la elección de unos u otros tipos de estrategias de afrontamiento, así como de su estabilidad temporal y situacional, mientras las estrategias de afrontamiento constituyen los procesos concretos que se utilizan en cada contexto y pueden ser altamente cambiantes dependiendo de las situaciones que las desencadenan (González, 2014).
Mientras que algunos autores encuentran diferencias entre estos dos conceptos, otros los consideran complementarios. Planteando que, si bien las estrategias representan la dimensión dinámica, en ellas se integra el estilo de afrontamiento, entendido como las formas estables de afrontar el estrés (Montiel, 2016). De este modo, se coincide con Roca (2003), al plantear que los recursos de afrontamiento se caracterizan por su diversidad e interpenetración y no deben verse, en modo alguno, como una suma de recursos aislados, sino que es deseable comprenderlos en una visión sinérgica (Roca, 2003).
Por tanto se consideran los estilos de afrontamiento como parte de los recursos personológicos, o sea, aquellas particularidades de la subjetividad individual que posibilitan una interrelación productiva, un afrontamiento constructivo de la realidad. Tales recursos, elevan el carácter activo del sujeto, su capacidad de autodeterminación, de asumir decisiones y responsabilizarse con sus acciones. Dotan al sujeto de cierta flexibilidad para reconceptualizar diversos contenidos psicológicos, sus alternativas y estrategias de comportamiento, en una coherencia a partir de los elementos que pueden afectar la personalidad (Fernández, 2006).
De acuerdo con Lazarus y Folkman (1986), existen dos funciones generales de las estrategias de afrontamiento, las centradas en el problema y las centradas en la regulación emocional. Por su parte, Crespo y Cruzado (1997), añaden las estrategias centradas en la evitación, orientadas a la regulación emocional, al escape, la huida, o el bloqueo de la situación que genera malestar. Posteriormente, Folkman y Moskowitz (2004) señalaron, que la distinción entre tales tipos de estrategias no era suficiente y recomendaron estudiar otras dimensiones, a partir de lo que definieron como afrontamiento centrado en el significado (Martínez, 2017).
Por su parte Soriano (2002) les adjudica tres funciones fundamentales a las estrategias de afrontamiento: efecto restaurador, preventivo e intermediario. Laux y Weber (1991) le atribuyen una función emocional, instrumental y social mientras que Páez, Fernández, Ubillas y Zubieta (2004), plantean que tiene funciones de conocimiento o aprendizaje, de construcción de sentido, de desarrollo personal y de adaptación (Montiel, 2016).
En el ámbito del dolor crónico la literatura científica recoge diversas formas de categorizar las estrategias de afrontamiento. Su efectividad es el elemento más valioso y que mayor connotación práctica ha tenido, tanto para manejar la situación problemática como para regular las emociones displacenteras. En este sentido se hace referencia a las estrategias adaptativas o no adaptativas, activas y pasivas, efectivas o no efectivas (Soriano y Mosalve, 2002; Truyols et al., 2008).
En el caso específico del dolor crónico de la espalda, el paciente debe aprender a convivir con su dolencia, con el fin de preservar su integridad física y psicológica, en un intento de recuperar las funciones deterioradas o compensar en lo posible cualquier deterioro irreversible. Lo anterior supone que las estrategias de afrontamiento deben transformar la forma de pensar, sentir o actuar del individuo en función de lograr una interacción armónica con su medio (Montiel, 2016), debe permitir al sujeto trascender desde la actividad adaptativa a la actividad propositiva, toda vez que posibilita al sujeto dar cuenta de sí mismo, del entorno y anticipar las consecuencias del comportamiento (Fernández, 2006).
En este proceso de transformación y readecuación el sujeto debe asumir un rol protagónico en el cuidado y mantenimiento de su estado de salud y bienestar con el fin de alcanzar el mayor nivel de adaptación y funcionamiento posible a pesar del dolor. De esta forma, el autocuidado cobra vital importancia para el cuidado integral del ser humano, quien se convierte en gestor de su propio cuidado, gana en autonomía y control, fomenta y conserva su salud (Montiel, 2016; Cancio et al., 2020).
El autocuidado se erige como una estrategia que permite al individuo desarrollar conductas que favorecen el conocimiento y habilidades para convivir con el dolor crónico de la espalda y asumir un rol activo en los cuidados básicos de la salud como la práctica de ejercicios físicos, la higiene postural, el control del peso corporal, el control elemental de las emociones, el desarrollo de actividades placenteras que permitan su integración social y su crecimiento espiritual (Álvarez et al., 2019; Chávez, 2019).
El autocuidado ha sido abordado desde diferentes ámbitos, desde las ciencias antropológicas se ubica dentro de un contexto amplio, llamado autoatención, que incluye no solo el proceso de diagnóstico y atención de una enfermedad y/o daño a la salud realizado por la propia persona o su familia, sino también una serie de actividades orientadas directa o indirectamente a asegurar la reproducción biológica y social (Shye et al., 1991). Si bien desde esta perspectiva se destaca el rol activo del sujeto, centran el autocuidado en las acciones dirigidas a restaurar los daños producidos por la enfermedad y obvian las acciones centradas en los aspectos preventivos y de promoción de la salud.
Desde las ciencias biomédicas y en especial la enfermería, se destacan los aportes de Orem (1969), al definir el autocuidado como una conducta que existe en situaciones concretas de la vida, dirigida por las personas hacia sí mismas, los demás o el entorno, para regular los factores que afectan a su propio desarrollo y funcionamiento en beneficio de su vida y su salud. Este modelo no solo asume el carácter activo del sujeto, sino que resalta la función reguladora y autorreguladora del proceso de autocuidado, a partir de un sistema de acciones que debe aplicar cada individuo de forma deliberada con el fin de mantener su estado de salud, desarrollo y bienestar (Naranjo et al., 2017).
En estrecha relación con el modelo anterior se encuentra el Modelo Promotor de Salud de Pender (1982), que refleja el autocuidado con un enfoque preventivo y promotor de salud. El cuidado del individuo parte de la práctica de estilos de vida saludables en personas responsables de sí, que se deben cuidar previniendo enfermedades y que deben llegar a un mayor grado de bienestar a través de los comportamientos promotores de salud (Prende, 1982). Ambas teorías coinciden al destacar el carácter activo del sujeto, la necesidad que las personas comprendan su estado de salud y sus habilidades en la toma de decisiones, para que elijan un curso de acciones apropiadas.
Finalmente, desde la psicología, las investigaciones sobre el autocuidado se han llevado a cabo por un lado a través del análisis de las variables psicológicas, tales como el autoconcepto, la autoeficacia y el locus de control y por otros, en el estudio de algunos procesos psicológicos que pueden tributar al autocuidado psicológico, tales como: las estrategias de afrontamiento, el optimismo, la resiliencia y el autocontrol, entre otros (Cancio et al., 2020).
Por otra parte, en el proceso de afrontamiento activo es importante considerar el papel de las emociones en la respuesta del individuo a las demandas que impone el dolor crónico de la espalda. Si las estrategias que se utilizan no producen conductas adaptativas, que permitan el manejo y control de dichas demandas, pueden aparecer las alteraciones emocionales, consumo excesivo de psicofármacos u otras sustancias nocivas, aislamiento y conflictos interpersonales con quienes rodean al paciente, en especial la familia.
La investigación sobre emoción y salud ha avanzado y se ha centrado en dos grandes aspectos. En primer lugar, en establecer la etiopatogenia emocional de ciertas enfermedades, al intentar relacionar la aparición de determinadas emociones (ansiedad, ira, depresión, etc.) con trastornos psicofisiológicos específicos (trastornos coronarios, del sistema inmunológico, alteraciones gastrointestinales, entre otros). En segundo lugar, en el papel que tiene la expresión o inhibición de las emociones en la salud (Pérez y Pérez, 2018).
La literatura científica recoge un número significativo de teorías sobre la emoción dentro de las que se destacan: la línea evolucionista, la psicofisiológica, la neuropsicológica, la psicodinámica y la cognitiva (Cano, 1997) –citado por (Montiel, 2016). No obstante las diferencias entre sí, la mayoría reconoce la función adaptativa de las emociones, determinante en el nivel de bienestar o malestar y su rol dinamizador de la conducta, generando una activación psicobiológica que permite al individuo optimizar su relación con el medio (Moleiro, 2004).
Mientras que algunos autores establecen la distinción de las emociones de acuerdo con la experiencia hedónica en: emociones positivas y negativas, otros lo hacen atendiendo a su contenido y el significado atribuido a la situación en: placenteras y displacenteras (Montiel, 2016).
En correspondencia con lo anterior, las emociones negativas han sido consideradas como una de las dimensiones que configuran la experiencia del dolor. El estado emocional no solo predice el dolor, sino también la discapacidad funcional, el éxito de técnicas médicas y psicológicas en el tratamiento e incluso la frecuencia de uso del sistema sanitario y los costes asociados (Castroman et al., 2018). Lo anterior se justifica por el estrecho vínculo entre el sistema de modulación nociceptiva y el sustrato neuroquímico de las emociones y su papel en el sistema natural de regulación o modulación del dolor (Vernaza et al., 2019).
Por tanto se considera la reducción de las alteraciones emocionales como un indicador del afrontamiento activo, ya que en la medida que este proceso alcanza su máxima expresión, el individuo debe ganar herramientas que le permitan regular las experiencias emocionales en un intento de mitigar las tensiones que pueden estar relacionadas a las demandas que impone el dolor.
Lo anterior subraya la importancia del autocontrol emocional y se expresa en la capacidad del individuo de autorregular de manera consciente y activa el proceso emocional. No significa la represión de emociones, ni la ausencia total de estas, sino su evaluación, afrontamiento y expresión de acuerdo con el significado que la situación alcanza para el sujeto, de la manera más constructiva y saludable, lo que posibilita una mejor adaptación del individuo al medio.
Desde esta perspectiva se tiene en cuenta el valor otorgado por Vygotsky a la unidad de lo cognitivo y lo afectivo en la regulación consciente de la personalidad (Vygotsky, 1987), también defendido y argumentado por González (1997) quien señala que: los procesos cognitivo y afectivo se interpenetran funcionalmente y se constituyen en diversas formas a nivel subjetivo a través de la actividad reflexiva del sujeto, aunque en esta no se agotan las vías de desarrollo de las complejas unidades funcionales de la personalidad (Rodríguez, 2007).
En otro orden, varios autores reconocen la discapacidad dentro de las principales consecuencias del dolor crónico de la espalda y su influencia negativa en el desarrollo de las actividades básicas del autocuidado, las tareas del hogar, las funciones en el trabajo y las interacciones sociales (Moix 2005; Santiago et al., 2018).
La literatura científica registra dos grandes modelos teóricos para el abordaje de la discapacidad: el individualista y el social. Desde una perspectiva individualista se destacan los modelos tradicionales, moral o religioso y el médico, rehabilitador o individual, que consideran la discapacidad como una tragedia personal o deficiencia individual. De acuerdo con estos modelos, las personas con discapacidad son consideradas biológica y psicológicamente inferiores (Pérez y Chhabra, 2019). Aspectos con los que no coincide el autor.
Desde el modelo social, se destacan el modelo social británico y el modelo minoritario norteamericano, que definen, interpretan y tratan la discapacidad en relación con la sociedad, asumen que la sociedad es la discapacitada, puesto que sus políticas y contextos socio-culturales prolongan la discriminación de las personas con impedimentos. Si bien, este enfoque constituye un paso de avance en el abordaje de la discapacidad, reducen la experiencia de ser discapacitado a un fenómeno macrosocial, desconocen cualquier concepción derivada de las normas biológicas, rechazan la posibilidad de prevenir, rehabilitar o curar a la persona (Pérez y Chhabra, 2019).
En un intento por integrar ambos modelos y a partir de una concepción biopsicosocial del individuo, la OMS (2001), en la Clasificación Internacional del Funcionamiento, la Discapacidad y la Salud (CIF) concibe la discapacidad como las deficiencias en las funciones y/o estructuras corporales, las limitaciones en la actividad y las restricciones en la participación que presenta una persona que tiene una condición de salud en interacción con factores ambientales y personales (OMS, 2001).
Desde esta perspectiva se asume un cambio en la concepción de la discapacidad, desde una postura proteccionista y asistencialista a un modelo centrado en el individuo, que promueve la autonomía personal y resalta el carácter activo del sujeto en el proceso de rehabilitación.
En otro orden, Moix (2005) propone abordar la discapacidad desde el modelo transaccional del estrés. Asume que la discapacidad y el dolor no necesariamente confluyen dentro de un mismo cuadro, sino que el dolor provocará mayor o menor discapacidad según cómo se evalúe y afronte (Moix, 2005).
Esta línea de pensamiento resalta el carácter plurideterminado de la discapacidad, dado por la influencia de la magnitud del daño tisular y de factores cognitivos, conductuales y emocionales. Permite asumir la discapacidad como un indicador de expresión del afrontamiento, en tanto reconoce el carácter activo del sujeto, responsable del mantenimiento y recuperación de las funciones afectadas.
De acuerdo con esta idea, en la medida que el proceso de afrontamiento favorezca el desarrollo de conductas adaptativas y de ajuste a las demandas que impone el dolor crónico de la espalda, el individuo debe incorporar recursos que le permitan mantener, recuperar o potenciar las competencias y habilidades para realizar con la mayor independencia y autonomía posible las actividades de la vida cotidiana y reducir la discapacidad funcional.
Conclusiones
Se puede concluir diciendo que el afrontamiento activo se distingue por la implicación activa del sujeto, su capacidad de regular y autorregular las emociones y el comportamiento en función de transformar su realidad. El mismo constituye un proceso que no siempre se encuentra en su máxima expresión, ni es algo que una vez que se consigue se tiene para toda la vida, sino que transita por períodos de adelantos y retrocesos, en el que cada uno de los indicadores que lo integran tiene una función específica dentro del proceso y no deciden de manera individual, sino que los resultados se obtienen desde su integración.
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