Horacio R. Maldonado (*)
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Resumen
El artículo hace referencia a la salud psíquica de los docentes universitarios y a las escasas investigaciones existentes al respecto. Indica que la mayoría de los trabajos en América Latina surgen apenas en el presente siglo y se pregunta por qué este tardío interés, en tanto que como sujetos psíquicos los docentes constituyen un componente crucial en la dinámica educacional y su desconsideración implica un claro reduccionismo de los actos educativos. Correlativamente describe la poca atención que se le asigna a la incidencia que los aspectos psíquicos del enseñante tienen sobre los estudiantes y muy especialmente sobre los deseos de aprender y los estilos de aprendizaje que estos desarrollan. El docente y su entorno, a menudo, asumen dicha situación como inocua y suponen que lo fundamental para la práctica de sus labores se circunscribe a la habilidad técnica (saber metodológico) que dispone para ejercer su profesión o al dominio de la asignatura que enseña (saber disciplinario).
Palabras clave: Salud psíquica. Docentes universitarios. Neo roles
Abstract
The article makes reference to the psychic health of university professors and to the few existing investigations in this regard. He indicates that most of the works in Latin America emerged only in the present century and wonders why this late interest, while teachers as psychic subjects constitute a crucial component in the educational dynamics and their disregard implies a clear reductionism of the educational acts.
Correlatively, it describes the little attention that is specifically assigned to the incidence that the psychic aspects of the teacher have on the students and especially on the desire to learn and the learning styles that they develop. The teacher and his environment, often, assume this situation as innocuous and assume that what is essential for the practice of their work is limited to the technical ability (methodological knowledge) that they have to exercise their profession or the mastery of the subject they teach (disciplinary knowledge).
Keywords: Mental health. University teacher. Neo roles.
Introducción
Los procesos de enseñanza y aprendizaje han sido y son objeto de numerosas investigaciones; sin embargo, no ha ocurrido algo equivalente con respecto a la salud psíquica de los docentes. Recién a partir de los años 80 del pasado siglo, esta temática ocupa formalmente a algunos investigadores y estudiosos. Entre otras razones, la ausencia histórica de estudios sobre este tópico puede explicarse porque la docencia, durante bastante tiempo, no fue considerada una profesión y un trabajo que requería calificaciones, sino una suerte de apostolado o servicio desinteresado que sí exigía el sacrificio, a veces extremo, de quienes lo ejercían. Los males derivados de ese ejercicio eran y son muchas veces asumidos como signos inexorables de dichas tareas, como designios de Ananké, esa diosa griega de la inevitabilidad, del insoslayable destino y la fatalidad. El concepto de profesionalidad del trabajo docente surge muy avanzado el siglo xx y de manera especial ligado a los debates acerca de la calidad de la educación. Esto podría explicar el hecho de que los primeros trabajos en esta dirección tienen un enfoque pedagógico, sociológico, médico antes que psicológico.
Nos sorprende este tardío interés por la salud psíquica de los docentes en cuanto, desde nuestra perspectiva, estos, en tanto sujetos psíquicos (Maldonado, 2004), constituyen un componente crucial en la dinámica educacional y su desconsideración implica un claro reduccionismo de los actos educativos. Correlativamente, observamos la escasa atención que se le asigna de manera puntual a la incidencia que los aspectos psíquicos del enseñante tienen sobre los estudiantes (Maldonado, 2004) y muy en especial sobre los deseos de aprender y los estilos de aprendizaje que estos desarrollan. El docente y su entorno, a menudo, asumen dicha situación como inocua y suponen que lo fundamental para la práctica de sus labores se circunscribe a la habilidad técnica (saber metodológico) que dispone para ejercer su profesión o al dominio de la asignatura que enseña (saber disciplinario).
Sin dudas, dichos saberes son indispensables, pero al mismo tiempo son notoriamente insuficientes. Nuestra experiencia como psicólogos que trabajamos en relación a problemáticas psicoeducativas, nos permite saber que conviene entender a los enseñantes, y que ellos se entiendan, como homos complexus al decir de E. Morin y en específico como sujetos epistémicos, pero asimismo como sujetos deseantes. Resulta crucial que los docentes sepan algo, tanto como sea posible, respecto a sus maneras de pensar y aprender, así como también acerca de sus maneras de sentir y manejar sus emociones cuando trabajan como tales.
Tenemos la convicción fundada en más de tres décadas de enseñanza universitaria, de que mientras más sabe el docente de sí mismo y mejor equilibrio psíquico dispone o consigue, tanto mejor resultarán las prácticas educativas que lleva a cabo y más fructíferos serán los beneficios que obtendrán los estudiantes a su cargo. Adicionalmente, estos conocimientos sobre sí mismo constituirán un antídoto contra varios factores que provocan trastornos en su salud psíquica. En la consideración y comprensión de dichos factores, radica una efectiva contribución de la psicología a la educación y también, un genuino aporte que los psicólogos pueden hacer a quienes eligen la profesión de enseñar.
Si bien mencionamos que los componentes psíquicos del docente, los afectivos en especial, constituyen un aspecto clave en los procesos educativos, a fin de evitar cualquier malentendido, quisiéramos dejar sentado desde el vamos, que entendemos a la educación como un proceso complejo. Esto implica sostener que inexorablemente está atravesado por un cúmulo de determinantes, los cuales a menudo se omiten o minimizan cuando se utilizan miradas simplificantes o reduccionistas para su análisis.
Como planteamos en otro escrito (Maldonado, 2021), la educación involucra, de manera tangible o intangible, asuntos ecológicos y culturales, políticos y geopolíticos, éticos y estéticos, también, asuntos históricos, económicos y sociales, y para no abundar, asuntos, psicológicos, psicoeducativos y, desde luego, pedagógicos. Muy distante estamos de aquellas visiones simplistas que suponen que se trata de una mera cuestión didáctica y de transmisión de un saber disciplinario. Luego de fijar una clara posición respecto a esta materia, cabe indicar que de igual manera el rol docente está determinado, según nuestra visión, por esas mismas coordenadas y constituye un notable déficit interpretarlo prescindiendo de esta contextualización.
Una vez enunciadas estas indispensables convicciones, vale entonces avanzar en torno a un tema más específico, motivo de esta presentación, como es la salud psíquica de los docentes, en este caso particular, la salud de los profesores universitarios. Y ello nos interesa por un doble motivo: por un lado, porque como psicólogos siempre estamos atentos al bienestar y malestar de los profesores, a sus alegrías y sus pesares. Por otro lado, procuramos especialmente analizar cómo la situación afectiva de estos influye en los procesos de aprendizaje de los estudiantes, e incluso, en la vida institucional de los institutos o facultades de enseñanza universitaria.
Dentro de un exiguo catálogo de estudios sobre la situación psicológica de los docentes, existe una buena cantidad de ellos que investigan sobre los trastornos que provoca la labor de enseñar. Sin embargo, pocos indagan sobre las consecuencias que ese daño psíquico que padecen repercute en los estudiantes y sus procesos de aprendizaje e incluso en la vida institucional de las casas de estudio. He aquí el meollo de este trabajo, veremos hasta dónde podemos profundizar en esta ocasión.
Como anticipamos en unas líneas previas, curiosamente hasta las décadas finales del siglo xx, la salud psíquica del docente no parece conformar un problema que merezca alguna consideración en la bibliografía psicoeducativa que circula por Iberoamérica. Es José Manuel Esteve, profesor e investigador español en el campo de la pedagogía, autor de títulos como Profesores en conflicto (1984), o El malestar docente (1987, 1994) entre otros muchos, quien genera algunos estudios pioneros en relación a la problemática. Este autor se convertirá en una referencia ineludible en esta temática, tanto en España como en América Latina. En una primera aproximación define la profesión docente de la siguiente manera:
La profesión docente es siempre una actividad ambivalente. Nos presenta, como en el mito de Jano –el de las dos caras– una puerta abierta por la que podemos entrar o salir. Por una parte, la enseñanza puede vivirse con optimismo, y convertirse en una forma de autorrealización profesional, ya que en ella podemos darle sentido a toda una vida. Por otra parte, no es posible esconder la otra cara de la profesión docente: una profesión exigente, a veces físicamente agotadora, sujeta siempre al juicio de un público que con sus preguntas nos pone a prueba, no solo en nuestros conocimientos, sino también en nuestra propia coherencia personal. (Esteve, 2005)
Esteve y otros investigadores que describen esa cara de la docencia que coincide con el malestar distinguen un abultado cuadro clínico que caracteriza el trastorno, al cual varios autores lo entienden como un síndrome, el síndrome de Burnout.
Según Martínez Pérez, A. (2010) este término se comenzó a utilizar a partir de 1977, después de que C. Maslach lo propusiera en un congreso para conceptualizar el desgaste profesional que sufren las personas que se encargan de diversos sectores de servicios, especialmente aquellas que operan en el campo sanitario y en el campo docente.
Otros estudiosos sostienen que el síndrome de Burnout fue descrito en 1974 por el psiquiatra Herbert Freudenbeger; este lo definió como un proceso paulatino por el cual las personas merman el interés por su trabajo, disminuyen el sentido de la responsabilidad y pueden llegar a importantes depresiones. Como al pasar diremos que Burnout es un término anglosajón cuya traducción más próxima y coloquial sería estar quemado, desgastado, exhausto y perder el interés por el trabajo. En eso de rastrear los orígenes de esta nominación, la cual motivará con los años un buen volumen de investigaciones en España y en América Latina, vale apuntar que Graham Greene, en una novela que lleva por título A Burn Out Case, publicada en 1961, narra la historia de un arquitecto atormentado espiritualmente que decide abandonar su profesión y retirarse a vivir a la selva africana. Como casi siempre, la literatura y los escritores toman la vanguardia en eso de dar cuenta de la sensibilidad humana y sus avatares.
Si bien es cierto que el estado del arte sobre el tema es cada día más voluminoso, en tanto este síndrome se detecta en un gran número de actividades contemporáneas, al punto de que en el año 2000 fue declarado por la Organización Mundial de la Salud como un factor de riesgo laboral por su capacidad de alterar la calidad de vida de las personas y atentar contra su salud mental, uno de los inconvenientes para abordar este trastorno o enfermedad profesional, como la califica dicha entidad de salud ecuménica, ha sido la inexistencia de un marco teórico más o menos consolidado, y un sustento metodológico convincente.
Las investigaciones que revisamos reportan que los síntomas del malestar son múltiples, algunos genéricos y otros particulares. Entre los más notables se pueden mencionar: sentimientos de fracaso e impotencia, deterioro de la autoestima, sentimientos de insuficiente realización personal, dificultades para concentrarse, producir y crear, emergencia de comportamientos agresivos hacia sí mismo, hacia los otros (estudiantes y colegas) o hacia la institución, variados trastornos físicos como dolores de cabeza, taquicardia, gastritis, disfonías, várices, etc., trastornos digestivos, sexuales, del sueño, apatía, ansiedad constante, irritabilidad, depresión, evitación del trabajo, solicitud recurrente de licencias médicas/psiquiátricas, ausentismo, impuntualidad, descuido o abandono de la profesión, etc. Hasta aquí una apretada y no exhaustiva cartografía de la diversidad de síntomas que identifican la salud psíquica de maestros y profesores.
Sin embargo, con harta frecuencia los docentes no necesariamente consideran que su salud mental constituya un factor importante para su vida personal y para la buena marcha de la profesión. Resulta raro que quienes experimentan múltiples malestares en sus actividades profesionales, parecen ignorar la incidencia del factor psicológico en su vida laboral. Tampoco valoran los efectos negativos que trastornos de dicha índole pueden tener sobre la vida anímica de los estudiantes y en los logros de aprendizaje que estos pueden obtener.
Paralelamente, tanto las gestiones/administraciones de las universidades como los mismísimos gremios docentes no consideran que resulta imprescindible bregar en pos de la salud psíquica de los profesores. Con inusitada frecuencia lo entienden como un asunto personal de los docentes e interpretan que es responsabilidad de ellos resolver ese tipo de problemas por su cuenta.
Algunas causas del malestar
Para avanzar en el análisis de algunas de las causas del malestar docente nos toca afirmar que este fenómeno, por lo regular, está multideterminado, más allá de que alguna razón específica pueda eventualmente predominar en la generación de síntomas. Como adelantamos en un párrafo previo, las causas, tangibles o no tanto, pueden ser, entre otras, sociales, culturales, económicas, políticas, geopolíticas, institucionales, pedagógicas o psicoeducativas. En este trabajo damos mayor entidad al análisis de estas últimas, aunque antes de hacerlo, deseamos bosquejar el contexto en que nos toca vivir, sentir y pensar por estos días. Esto nos parece indispensable, en tanto desde nuestra postura epistemológica aseveramos que texto y contexto se influyen inexorablemente, más allá de que ello resulte evidente o no en una primera aproximación.
Verificamos que en estas últimas décadas las sociedades cambian vertiginosamente y el ritmo lo imponen las revoluciones informáticas y comunicacionales. Esto ocurre en un mundo que se globaliza con celeridad y en el cual los mentores del capitalismo financiero deciden (sin las mínimas consultas) y determinan políticas y programas a aplicar en la mayoría de las zonas del planeta. Sin embargo, la posición de los docentes sigue sin experimentar cambios sustanciales y ese letargo tiene variadas consecuencias. Los planes de estudios universitarios muy a menudo no están diseñados para atender las necesidades comunitarias más o menos prioritarias e importantes. Tampoco en las altas casas de estudio se incorporan con la rapidez y con el volumen necesario las nuevas tecnologías y recursos que puedan favorecer la enseñanza y la investigación. He aquí un factor potencial de malestar para quienes habitan como enseñantes en esos espacios.
Un aspecto contextual que gravita en buena medida sobre la situación emocional de los docentes universitarios tiene que ver con lo que apuntan Cuello, M. E. y Silvage, C. A. (2010). Estos investigadores señalan que el despliegue de programas neoliberales y el incremento de la globalización económica que se expanden por el planeta están generando efectos preocupantes en todos los rincones de América Latina.
En Argentina, según ellos, desde los años 90, las leyes del mercado fueron extendiéndose vigorosamente más allá de los círculos financieros para instalarse como normas de regulación de prácticas laborales y sociales. Esto sin dudas, también ha acontecido, con sus variantes, en la mayoría de los países de la región. Las universidades no lograron sustraerse a estas políticas y se vieron/ven impelidas a generar una serie de reformas y exigencias que en los discursos estaban destinadas a mejorar la calidad de la enseñanza, promover la capacitación y desarrollar la investigación. En la práctica todo esto trajo aparejado instancias de evaluación sistemática, de vigilancias académicas constantes y control permanente de las tareas, lo cual se configuró como otra importante causa de la metamorfosis que sufre la profesión y el consecuente malestar psíquico de los profesores.
Otro asunto correlativo al anterior, tiene que ver con el paulatino desprestigio social que les toca afrontar a los profesionales de la enseñanza. Esto debido a un conjunto de factores que van desde: a) la posición ambigua que asumen las gestiones/administraciones de las facultades, institutos y afines, más atentas a los lineamientos que reciben de los ministerios de educación o de las áreas centrales de las universidades que a las visiones que puede aportar el cuerpo de profesores; b) la creciente apatía de los estudiantes, más consustanciados ahora con la web y sus atractivas y variadas ofertas para acceder a informaciones y conocimientos pertinentes; c) las tibias defensas que hacen los gremios docentes en eso de velar por los intereses y condiciones de trabajo de los profesores; d) la insatisfacción que muestran algunos grupos familiares ante el accionar de los enseñantes, más allá de no conocer fehacientemente detalles de su accionar; e) la insuficiente falta de conciencia de los mismos profesores sobre este fenómeno que los tiene como protagonistas y las limitadas respuestas que ensayan para neutralizarlo.
Desde nuestra mirada, un aspecto clave que contribuye de manera contundente a la desvalorización socio/institucional del profesorado universitario, es la emergencia y el vigor que adquieren las redes y plataformas virtuales en el orden social. Estas, por su propia estructura y dinámica, ponen en jaque el poder y la autoridad que los docentes comenzaron a conquistar a partir de la modernidad educativa y se fueron incrementando durante buena parte del siglo xx. El sostenido declive de la hegemonía que la comunidad de enseñantes dispuso durante más de tres siglos conforma una genuina herida narcisista que resulta nodal en eso de explicar el malestar y el bienestar psíquico de quienes enseñan en los centros de formación superior.
Sucede que los estudiantes confían y valoran cada vez más todo aquello que proviene de las redes antes de lo que llega vía las voces de los profesores o de los libros estipulados por ellos. A propósito de esta cuestión, vale indicar que los conocimientos más elaborados y novedosos no circulan primariamente por las universidades de la mano de los profesores, sino que antes se expanden y viajan por el ciberespacio. Allí es posible adquirir datos, información y conocimientos relevantes que llegan con frecuencia tardíamente a las aulas. De igual manera, se puede afirmar que los libros en formato papel nunca alcanzaron el fervor masivo que los estudiantes consagran hoy por hoy a la web. En estos tiempos posmodernos, el lugar de supuesto saber-poder, patrimonio histórico de los profesores, ha migrado a Google. He aquí el epicentro de un importante golpe a la autoestima de quienes enseñan en las altas casas de estudio y que agudiza los sentimientos de soledad y abandono, cuando no provocan efectos psíquicos más severos.
En un trabajo coordinado por Robalino Campos, M. & Körner, A. (2005) en el marco de la Oficina Regional de Educación de la UNESCO para América Latina y el Caribe (OREALC), es factible constatar los resultados del Estudio Exploratorio sobre Condiciones de Trabajo y Salud Docente. Se encuentra allí información útil para mejorar la comprensión relativa a la situación del profesorado, a las variables que inciden en sus quehaceres y a los efectos que estas tienen en su salud psíquica.
En la presentación del documento que acabamos de citar, A. L. Machado, directora regional OREAL/UNESCO indica que el Proyecto Regional de Educación para América Latina y el Caribe (PRELAC), aprobado por los ministros de educación de la región en el 2002, estipula, entre otras, una causa del malestar y para resolverla propone variar el papel de los docentes. En tal sentido entiende que resulta indispensable definir como acción crítica “el fortalecimiento del protagonismo docente para que respondan a las necesidades de aprendizaje de los estudiantes”. Esta propuesta de la funcionaria alude a otro tipo de protagonismo, diferente al que los docentes han ejercido desde los orígenes de la modernidad, en tanto han funcionado como agentes que instrumentan programas estipulados por las instituciones, ante los cuales, muy a menudo, no se han permitido desplegar su autonomía académica y creatividad.
Por nuestra parte, hace ya un buen número de años que sostenemos que, para transformar efectivamente los sistemas educativos, resulta más que necesario, entre otros puntos, admitir y favorecer el pleno protagonismo de los estudiantes en los procesos de apropiación de los conocimientos. Esto en la certidumbre de que desde la fundación del sistema educativo moderno hace cerca de cuatro siglos, la relación docentes/alumnos ha sido asimétrica y quizá allí radica, paradójicamente, la génesis del malestar. El pensar como valioso y saludable el protagonismo de los estudiantes, inexorablemente nos conduce también a la construcción de un protagonismo equivalente en los profesores.
Los sistemas en occidente, en especial los originados en Europa central, se establecieron atentos a la siguiente ecuación: máxima actividad para los docentes y mínimo protagonismo para los estudiantes. He aquí una de las causas que muy raudamente está tornando obsoleta la educación moderna, y que la coyuntura, de la pandemia del Covid-19 ha contribuido a su visualización. Esta realidad trae aparejada una serie de interrogantes e incertidumbres respecto a la educación por venir y el rol incierto que tendrán los profesores en el próximo tramo histórico.
Estamos ante un cruce de culturas particularmente difícil y generador de angustia en cuando se extingue una multiplicidad de usos y costumbres experimentados por varios siglos, en particular aquello relativo a modalidad vincular dominante. En esta los docentes eran situados y se situaban en una relación de poder con respecto a los estudiantes. Al ingresar a formas de relación que tienen/tendrán epicentro en el ciberespacio (plataformas diversas cada vez más sofisticadas) y donde gran parte del poder es/será transferido a los potentes sistemas informáticos, se alcanza a percibir un nuevo predominio en la enseñanza.
Avizoramos aquí novedosas coordenadas educacionales que probablemente derivarán en un nuevo orden pedagógico y, en consecuencia, en un nuevo tipo de vínculos en eso de aprender y enseñar. Por lo pronto quisiéramos imaginar que en la neoeducación será indispensable bregar por el cuidado de la salud psíquica de los docentes como una variable crítica en eso de conseguir una mejor educación. Será oportuno alcanzar/lograr un equilibrio en lo que hace a la distribución del poder entre profesores y estudiantes. Quizá valga promover con énfasis el paso de relaciones competitivas a vínculos cooperativos en los procesos de aprendizaje y enseñanza. Esto sin dudas traerá una mayor dosis de sanidad para unos como para otros y quizá proporcione buenos beneficios tanto para el aprendizaje como para la enseñanza.
Dejamos una observación inherente a la presentación que hace la directora regional de OREAL/UNESCO del trabajo de investigación multinacional ya mencionado. Esta autoridad indica que resulta fundamental generar más conocimiento sobre las condiciones físicas, pedagógicas y sociales en las cuales trabajan cotidianamente los docentes. Nos llama la atención que cuando enumera las áreas que requieren más investigaciones no incluye las condiciones psicológicas. Esta omisión patentiza el escaso crédito que desde algunos sectores que investigan la educación le otorgan a los procesos psicológicos y su compromiso con la salud psíquica de los profesores. Entendemos que las acciones de los psicólogos en este campo resultan imprescindibles y que dichos profesionales tendrían que tomar debida nota de la omisión.
Las relaciones entre docentes y estudiantes constituyen una fuente potencial de malestar para unos y otros (más allá de que pueden constituir también una importante fuente de bienestar). Indicábamos que la modernidad educativa se fue construyendo a partir de algunos postulados que la caracterizaron, los cuales pueden rastrearse en occidente desde ese momento histórico (aproximadamente hace unos 400 años) hasta la actualidad.
En la protohistoria de la educación moderna la supremacía que las instituciones concedían al cuerpo de profesores fue muy pronunciada. La autoridad que le otorgaban era similar a la que gozaban los sacerdotes, jueces, militares, padres o galenos. La asimetría era prácticamente absoluta; la enseñanza que impartían era irrevocable, la más mínima pretensión de esbozar alguna objeción o incluso el solicitar alguna aclaración estaba a menudo sujeta a severas reprimendas cuando no a humillaciones.
He aquí un bosquejo de la matriz que marcó a fuego las relaciones entre los enseñantes y los aprendientes. Cualquier estudiante medianamente astuto sabía desde muy temprano que las voces de los docentes no se contradecían, con independencia de lo que estuvieran explicitando, más allá de que sus clases se asemejasen a discursos delirantes o próximos a barrabasadas. Los estudiantes aprendieron que el silencio es saludable o al menos una actitud muy recomendada en las aulas. La participación en clase era una actividad de alto riesgo y por lo mismo eran escasas. Las quejas, críticas o rumores eran factibles solo en los pasillos, patios, cantinas, hogares o en las calles; de esta forma se garantizaba la supervivencia académica.
En estos contextos o similares se formaron cuantiosas generaciones de estudiantes universitarios en toda la región latinoamericana sin mayores protestas. Recién en el año 1918 se produjo una enorme rebelión en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina, conocida como la Reforma Universitaria. Se trató de un movimiento juvenil cuyo propósito fue democratizar la universidad que por esos días tenía un fuerte tinte religioso. La revuelta estudiantil de esta provincia mediterránea tuvo su expresión en el celebrado Manifiesto liminar redactado por Deodoro Roca, cuyo título fue: “La juventud argentina de Córdoba a los Hombres Libres de Sudamérica”, el cual concluye así:
La juventud ya no pide. Exige que se le reconozca el derecho a exteriorizar su pensamiento propio en los cuerpos universitarios por medio de sus representantes. Está cansada de soportar a los tiranos. Si ha sido capaz de realizar una revolución de las conciencias, no puede desconocérsele la capacidad de intervenir en el gobierno de su propia casa.
Manifiesto liminar, 21 de junio de 1918
Sin dudas esta gesta estudiantil tuvo sus repercusiones en toda América Latina; quizá instituyó un primer punto de inflexión, una voz inicial que impugnó drásticamente las modalidades educativas instaladas desde la modernidad. Si bien se trató de una revuelta en principio política que surgió ante las enormes desigualdades existentes en las casas de estudio, a través de la cual los estudiantes ganaron espacios en el gobierno de dichas casas, las consecuencias en los vínculos entre docentes y estudiantes comenzaron a variar paulatinamente durante todo el siglo xx, aunque no con la premura necesaria.
Queremos reiterar ahora una visión epistémica: entendemos la educación como un fenómeno complejo y desde esa perspectiva, sin lugar a dudas, se trata también de un hecho político y no meramente un hecho pedagógico. Cabe aquí, antes de proseguir, una categórica acotación que ya formuláramos en las y los docentes de Psicología en América Latina. Miradas desde Alfepsi (Maldonado, 2021). En dicho trabajo sosteníamos que el aseverar que la formación de psicólogas y psicólogos tiene que ser neutra, desideologizada o despolitizada resulta un argumento además de frecuente, sumamente interesado y tendencioso. El mismo suele ser utilizado por aquellos sectores que ocupan posiciones dominantes o hegemónicas en el orden social y de manera correlativa influyen en la construcción curricular. Se trata de un viejo y eficaz ardid destinado a encubrir genuinas estrategias de control en la producción del conocimiento, en su selección y en la priorización de determinadas visiones para consumar la enseñanza.
En el Manifiesto liminar que citamos, se puede leer, “la juventud… está cansada de soportar a los tiranos”. Y esas palabras condensan un tanto la realidad que tenía lugar en los espacios universitarios por aquellos tiempos; seguía muy vigente ese apotegma que rezaba: máximo protagonismo para los docentes y mínimo para los estudiantes. Cabe advertir allí que tras una cuestión que a primera vista podríamos denominar pedagógica, existía una cuantiosa cuota de poder en favor de los profesores que incluía aspectos éticos, estéticos, políticos, ideológicos, epistémicos, teóricos, metodológicos y demás, sobre los cuales tenía la última palabra o la palabra absoluta. Esta asignación de poder tan inequitativa estaba naturalizada y cuando no se administraba convenientemente para mejorar los procesos de aprendizaje y enseñanza, provocaba trastornos en los estudiantes, en sus logros de aprendizaje y paradójicamente, en los mismos profesores (más allá de que tuvieran conciencia de ello).
Los vínculos entre ambos siempre han estado atravesados por cuotas de poder diferenciado, incluso aquellos que se originan cuando los sujetos ingresan al sistema allá por los cuatro o cinco años. Claro que ese poder está fuertemente disimulado, invisibilizado o negado; en ocasiones cuando se instrumenta de manera grotesca suele argumentarse que es por el bien del otro o de los otros. Desde nuestra perspectiva, la utilización del poder en la academia puede, si no se instrumenta de forma pertinente, provocar malestar tanto en los docentes, como también en los estudiantes y afectar lo que tiene que ver con los aprendizajes y lo que tiene que ver con la enseñanza. Como se puede inferir aquí, la administración del poder en las relaciones entre estudiantes y profesores puede tener una gravitación tal que a menudo guarda más peso que el saber disciplinario o el saber metodológico. La impertinencia en su uso tiene importantes consecuencias en la salud del profesorado y en los logros académicos de los estudiantes.
Ese notable poder que se les otorgó a los profesores, desde la modernidad en nombre de la buena ciencia y la buena educación, es el que está en la picota por estas décadas, muy especialmente en el presente siglo. Ese poder es el que impugnan los estudiantes con su apatía y desconsideraciones, el que producen las mismas gestiones con el escaso reconocimiento que les acreditan a los enseñantes, el retaceo al prestigio de otrora que gran parte de la sociedad demuestra cuando se nutre con informaciones y conocimientos que circulan por otras vías. La merma de aquel poder inaugural que vislumbramos en los albores de los sistemas educativos hace más de cuatro siglos y que fue impugnado en la Reforma del 1918, declina vertiginosamente, de manera especial, en los últimos veinte años. Sin apelar a una confrontación explícita, los medios de comunicación y las plataformas informáticas ganan terreno en todos los órdenes y conquistan en los espacios académicos y extra académicos la devoción que supieron usufructuar los profesores en el pasado. Esto provoca graves decepciones, en los docentes menos jóvenes en especial y en muchos casos desencadena serios y variados problemas psicofísicos.
Quizá la principal dificultad ante este estado de cosas sea la falta de conciencia respecto a las consecuencias que provoca el actual cruce de culturas, esto es, decadencia ostensible de la modernidad y la emergencia de un impreciso y difuso orden posmoderno. Si efectivamente después de la pandemia avanzamos hacia un relativo e incierto nuevo contexto mundial y correlativamente hacia un nuevo orden académico, las relaciones entre docentes y estudiantes requieren/requerirán, sine qua non, cambios altamente significativos. Cambios que impliquen nuevos y genuinos equilibrios en términos de poder, en términos epistémicos y en términos didácticos. Sin considerar esta alternativa, la salud psicológica de los profesores estará en permanente riesgo y los aprendizajes de los estudiantes resultarán poco significativos.
Un aspecto crítico inherente a las transformaciones, tanto estructurales y como específicas, pasa por imaginar los roles que desempeñarán los estudiantes en los procesos de aprendizaje, lo cual de hecho provoca/rá que surjan inéditos roles en los profesores. Hacia fines del siglo xx y a principios del xxi, es verificable que la pasividad y desgano de los estudiantes ante las propuestas didácticas tradicionales, resulta una calamidad que erosiona dichos sistemas, tornándolos inviables a mediano plazo.
Como postulamos en nuestro texto La psicoeducación. Neo ideas para abordar problemáticas psicoeducativas (Maldonado, 2017), parece imprescindible impulsar transformaciones que favorezcan, a partir de políticas educativas claras y realistas, la emancipación intelectual de los estudiantes y favorecer sus capacidades creativas. Para esto será indispensable impulsar trasformaciones políticas tendientes a democratizar las relaciones de poder entre los aprendientes y los enseñantes. La subordinación histórica de los primeros a los segundos tiene que ser abolida definitivamente y como consecuencia de ello, la educación de nuestros pueblos evidenciará una transformación positiva, al igual que la salud psíquica de los enseñantes.
Quizás algunos colegas desestiman eso de bregar para instalar un nuevo paradigma que regule las relaciones entre profesores y estudiantes. Imaginan que eso de alentar una relación más democrática terminará con la insurgencia y acumulación desmedida de poder por parte los segundos y los primeros terminarán sometidos a sus designios. La historia de la civilización atestigua que cada vez que quienes concentran el poder detectan alguna propuesta que pueda hacer variar o alterar mínimamente sus privilegios, despliegan enormes resistencias con toda clase de argumentos.
No obstante, si nos situamos en posiciones más optimistas, será conveniente favorecer la actividad epistémica de los estudiantes porque mejora notablemente el interés por aprender y al mismo tiempo, la calidad de los aprendizajes. Dado que les posibilita el desarrollo de estructuras psíquicas más complejas y ventajosas para afrontar problemas de manera creativa y eficaz. También porque les permite incrementar su autoestima y bienestar personal, lo que tiende a potenciar su condición de ciudadano activo, sensible y comprometido socialmente. Todas estas consecuencias podrían enorgullecer la labor de los enseñantes y optimizar su bienestar psicológico.
El mínimo protagonismo concedido a los estudiantes por generaciones ha producido efectos negativos de toda clase, en función de los excesos y distorsiones, pedagógicas y vinculares, que se fueron originando con el correr de los años y se visualizan con nitidez a fines del siglo xx y a inicios del xxi. En posición contraria a tales idearios, albergamos la convicción de que los aprendizajes más elaborados, vigorosos y pertinentes que alguien puede conquistar, son aquellos que se obtienen experimentando y desplegando la mayor actividad epistémica posible. Los enseñantes que avalan estas metodologías rara vez se quejan o sufren en el ejercicio de su función, muy por el contrario, disfrutan plenamente de la enseñanza.
Si se conforma una nueva relación entre docentes y estudiantes, estos últimos podrían situarse en una instancia idónea para lograr una relativa autonomía intelectual; para vislumbrar una cierta y fructífera soberanía epistémica. Se aproximarían al lugar de productores de conocimientos y, por ende, tomarían distancia del rol de meros consumidores o reproductores de ese tipo de objetos. Estaríamos constatando entonces una relativa pero importante emancipación intelectual, una muy sana democratización del vínculo y un progreso en la calidad de los productos que de esa relación surjan.
En cuanto al quehacer de los enseñantes, nosotros postulamos la siguiente alternativa: constituirse en interlocutores válidos. En eso de reivindicar el arte del diálogo, como señala S. Bauman (2013) para consumar distintas praxis superadoras, parece viable entender como alternativa para mejorar los aprendizajes y las relaciones entre docentes y estudiantes. ¿Qué significa considerarlo/considerarse un interlocutor válido? La expresión sugiere que la función del profesor tendría que promover el diálogo como herramienta principal en eso de facilitar los aprendizajes de los estudiantes. Implicaría minimizar los discursos magistrales y cerrados.
¿En qué consistiría esa función de dialogar? Implicaría asumir el rol de alguien con quien es factible hablar, conversar en los espacios formativos sobre temáticas inherentes a las estipulaciones programáticas. Alguien que no es cualquiera en tanto es un profesional de la enseñanza, suficientemente capacitado y entrenado para cumplir esa función, alguien que por supuesto dispone de una fuerte experticia sobre determinadas materias y asignaturas. Alguien versado en ciertas problemáticas generales o particulares de una disciplina o dimensiones de ella. Esto es una condición básica. El saber disciplinario de ninguna manera es negociable, más allá de que quien elige la profesión de enseñar debería acreditar otras alfabetizaciones indispensables como, por ejemplo, alfabetización política, social, psicológica, ambiental, etc.
He aquí el esbozo de un perfil posible que menguaría las presiones a las que se somete el enseñante cuando se coloca, consciente o inconscientemente, en el lugar del saber, en el lugar de oráculo, en ese lugar insoportable que agota y enferma. Habilitaría al mismo tiempo la posibilidad de que surjan vínculos más amables con los estudiantes, menos confrontaciones, relaciones más cooperativas y constructivas y, por cierto, menos desgastantes psicológicamente hablando.
Recomendaciones mínimas para resignificar la figura del profesor y prevenir el malestar docente
A continuación, proponemos un listado de recomendaciones mínimas que podrían beneficiar la salud psíquica de los docentes y correlativamente revitalizar los procesos de enseñanza y aprendizaje en las instituciones de educación superior.
a). Diseñar/activar espacios dentro y fuera de las universidades destinados a sensibilizar y dialogar sobre los perfiles que podrían asumir los docentes en las próximas décadas, con el propósito de ganar reconocimiento académico y prestigio social, ingredientes básicos para alcanzar una adecuada salud psíquica.
b). Los nuevos perfiles a definir, tendrían que considerar como un elemento central la resignificación de la mayoría de los aspectos inherentes a la enseñanza en el siglo xxi, aplicarlos y valorarlos en forma sostenida y permanente.
c). En este marco, sería idóneo pensar en cómo fortalecer la cara benigna de la profesión docente, suscribir genuinamente la libertad de cátedra, desplegar todos aquellos aspectos que favorezcan la creatividad y aporten al bienestar psíquico en el ejercicio de sus quehaceres.
d). Sería imprescindible promover cambios significativos en las relaciones entre estudiantes y docentes. Estos últimos tendrían que desestimar su rol de únicos portadores de conocimientos (supuesto saber en términos psicoanalíticos) y valorar los saberes de los estudiantes, estimulando al máximo su actividad en la apropiación de los contenidos previstos. Resultaría esencial equilibrar una relación que históricamente ha estado signada por el poder/supuesto poder, que han disfrutado/sufrido los profesores.
e). En este sentido propondríamos que el docente se asuma como un interlocutor válido. Esta expresión sugiere que la función medular del profesor tendría que ser la de promover el diálogo como herramienta privilegiada en eso de facilitar los aprendizajes de los estudiantes.
f). Sería muy recomendable generar dispositivos diversos enfocados a tratar diferentes problemáticas que deben afrontar los profesores en el ejercicio de sus tareas, especialmente aquellas vinculadas al cuidado de su salud psicológica. Entre estos se pueden consignar servicios o programas de atención eventual o permanente, utilizando modalidades individuales, grupales o institucionales (He aquí un nuevo tipo de actividad para los psicólogos educacionales).
g). En el marco del rubro ya estipulado, se requerirían talleres y/o espacios equivalentes para ayudar a los docentes a tomar conciencia de los aspectos emocionales que a veces se activan negativamente en el curso de sus actividades de enseñanza. El accionar cooperativo (grupos, equipos, redes) y el accionar interdisciplinario constituirían alternativas recomendables para afrontar los malestares derivados de la profesión de enseñar.
h). Resultaría muy conveniente mejorar las condiciones laborales de los profesores, entendidas estas en un sentido amplio y no meramente centrada en cuestiones salariales. Si bien el salario constituye un eje crítico para cualquier trabajador y es necesario cubrir este ítem de forma satisfactoria, existen otros que favorecen la salud psíquica, como, por ejemplo, la buena convivencia institucional, la estabilidad laboral, la disponibilidad de los recursos materiales y técnicos necesarios para el ejercicio de la función, el apoyo psicopedagógico permanente, el apoyo administrativo efectivo, etc. Ante estas coordenadas, las gestiones universitarias, los gremios y asociaciones docentes, los ministerios de educación y ciencia, las asociaciones y colegios de psicólogos, etc. deberían mancomunadamente trabajar para contribuir al logro de excelentes condiciones laborales de los docentes. Ello constituiría un excelente antídoto contra el malestar y una buena noticia para mantener una razonable salud psíquica mientras ejercemos esta profesión que nos llena de alegría.
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